La justicia penal dilatoria: entre los derechos del procesado y la celeridad del proceso
Los artículos 1º al 27 de la Ley 906 de 2004 nos recuerdan los principios y valores que guían la actuación penal.
08 de Mayo de 2025
Juan David Peña-Gómez
Investigador y estudiante de Derecho e Historia en la Universidad Nacional de Colombia
Contacto: jupenago@unal.edu.co
Los artículos 1º al 27 de la Ley 906 de 2004 nos recuerdan los principios y valores que guían la actuación penal, como la dignidad humana, libertad, igualdad, imparcialidad, legalidad, presunción de inocencia, favorabilidad, defensa técnica, lealtad, intimidad, contradicción, naturalidad del juez, doble instancia y modulación. Estos elementos teleológicos, si bien cobijan a la representación de víctimas, a la fiscalía delegada y al Ministerio Público, están puestos ahí por el legislador especialmente para proteger al procesado. Se entiende entonces que nuestro sistema de tendencia acusatoria está configurado para brindar un juicio con el mayor cuidado y rigor posibles, teniendo siempre presente esas garantías, derechos y facultades del investigado, desde las más mínimas y fundamentales hasta las más procedimentales. Esto con el objetivo de limitar la fuerza, intromisión y poder del Estado que pueden llegar a recaer en una persona procesada, tal y como sucedía en los sistemas más inquisitivos.
Lo anterior se justifica a su vez en que la rama penal es la encargada de determinar como cierto o no el cometimiento de las conductas más graves y más atroces, verdaderamente llamadas a ser castigadas con la mayor restricción de derechos que es la pena privativa de la libertad. Por lo tanto, es más que lógico, necesario y razonable que la materialización de la justicia y la obtención de la “verdad” se den en un marco humano, en condiciones de igualdad de armas y equidad diferencial, exigiéndose para condenar el cumplimiento del mayor estándar probatorio que no admite lugar a dudas y permitiéndole al procesado ser escuchado, tener un juicio público, oral, contar con una defensa técnica y esperar lealtad de la fiscalía delegada que lo acusa e imparcialidad del funcionario de conocimiento que lo juzga.
Este marco, constitucionalizado y ajustado a nuestro actual intento de Estado social y democrático de derecho, no se discute, no se pone en duda y se busca su cumplimiento acérrimamente. En cada una de las interacciones que tienen los defensores con el aparato, ellos están atentos a que todos los derechos de sus prohijados se materialicen y no encuentren limitantes injustificadas. Cuando ello sucede, lo más probable es que la defensa técnica “caiga” inmediatamente sobre el funcionario o despacho que presuntamente está cometiendo la violación, impetrando con sospecha y desconfianza los recursos ordinarios y extraordinarios que convenga o las famosas y cómodas acciones de tutela y sus impugnaciones.
La mencionada y reiterada práctica se puede leer desde dos puntos de vista: el primero, que es el recogido hasta el momento en este texto, como un acto excelente y correcto que haría cualquier buen defensor para garantizar al máximo los intereses de su cliente, volviéndose incluso una obligación ética interponer las acciones necesarias ante cualquier mínima muestra de injusticia; o el segundo, lo que la literatura de transparencia y lucha contra la corrupción e impunidad ha denominado como “justicia dilatoria” o “maniobras dilatorias”: estrategias disfrazadas de derecho que no buscan la protección de una garantía o un mínimo, pero se sustentan en la supuesta violación de alguno de ellos para retrasar, demorar y entorpecer el correcto curso del proceso judicial y así lograr la prescripción de la acción penal o conseguir la mayor cantidad de tiempo en libertad ante una inevitable sentencia condenatoria. De esta forma, lo que, por un lado, parece la mayor victoria de las luchas sociales liberales que consiguieron estos derechos y dotaron al proceso penal de humanidad, por otro lado, implica el resultado de una justicia penal lenta y tardía con procesos que tienen más de 15 años de duración cuando la norma procesal nos indica que no deberían de demorarse más de un año.
La celeridad, rapidez, prontitud, eficacia y agilidad son elementos intrínsecos al aparato de administración de justicia a los que decidimos renunciar cuando (i) penalizamos demasiadas conductas que no entran dentro de la categoría de actos más graves y más atroces, pudiendo ser tramitadas por otros mecanismos o herramientas mucho más eficaces, sanos y reparadores fuera del derecho penal; (ii) aumentamos la pena y el castigo, esperando que fuera una respuesta a la criminalidad, pero resultando en hacinamiento y sobrepoblación carcelaria sin potencial de resocialización, y (iii) reducimos el presupuesto y la creación de operadores jurídicos de diversa índole llamados a resolver estos casos, dando como consecuencia un desbordamiento de expedientes en despachos de fiscales y jueces. A estos tres problemas de política criminal y política pública se le suman, a mi modo de ver, las estrategias de “justicia dilatoria”, factor problemático que ya no se le puede imputar al Estado, sino que es claramente atribuible a defensores irresponsables.
En el ejercicio del litigio, sobre todo en el ramo penal, multitud de factores le indican a un defensor estudioso y astuto que el caso no da para más y es inevitable una condena: asuntos demasiado avanzados, con una mala defensa en sus inicios, con pruebas irrefutables o con una clara y evidente culpabilidad que no da para construir otra teoría del caso distinta a la que tiene la fiscalía son muestra de ello. En este tipo de casos, lo común es pensar que se está ejerciendo una defensa idónea si se le “buscan cinco patas al gato”, formulando presuntas violaciones a derechos procesales o fundamentales que en realidad nunca sucedieron y haciendo uso de todos y cada uno de los mecanismos que el andamiaje procesal ofrece, aunque se tenga un conocimiento de su improcedencia o innecesariedad.
Esto nos coloca en el dilema donde deben de ponderarse los derechos del procesado contra la celeridad del proceso, pues claramente no se puede renunciar a ninguno de los dos y deben de protegerse en mayor o menor medida en el caso puntual. Pero lo que encontramos en la materialidad es muy distinto: una renuncia completa a la prontitud bajo la máscara del garantismo y la permisividad absoluta frente a defensores que sin duda deberían ser investigados disciplinariamente por obstruir el correcto desarrollo del servicio público de la justicia.
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