Reflexiones
Subsidio para fincas
10 de Julio de 2013
Jorge Orlando Melo
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Uno de los temas claves de la negociación de paz es el de la tierra. Como muchos, creo que la concentración de la propiedad rural ha sido muy dañina: ha tenido que ver con la violencia, impulsó una urbanización muy acelerada y costosa, e hizo que los empresarios del campo se orientaran hacia una ganadería algo ineficiente (pero razonable si uno tiene mucha tierra y prefiere tener pocos trabajadores), y no hacia la agricultura, en la que podríamos tener muchas ventajas, por nuestra diversidad natural y por la abundancia de mano de obra.
Sin embargo, mi impresión es que la lucha por una distribución menos desigual de la propiedad no ha sido muy intensa. Carlos Lleras Restrepo, Albert Hirschman, Albert Berry, Apolinar Díaz y uno que otro político y economista la defendieron con buenas razones, pero tuvieron la respuesta convencida y firme de Alfonso López M., Álvaro Gómez Hurtado, los empresarios rurales, los gremios y muchos economistas, que insistieron en que lo productivo es la gran propiedad, con mucha maquinaria y mucho capital. Ellos inventaron el gran argumento, el perverso argumento, de que a los campesinos más bien los perjudica que les den tierra, porque no saben qué hacer con ella, a menos que, además, les den crédito, capacitación, tecnología y les organicen la venta de sus productos.
Lo curioso es que los campesinos mismos no parecen haber puesto la reforma agraria entre sus objetivos centrales. Las luchas agrarias, las marchas campesinas en Colombia han sido ante todo en zonas de colonización y en contextos muy especiales, como la siembra de café en Cundinamarca en los años veinte, la colonización armada de los años setenta o la expansión de la frontera en los años de la coca y la fumigación. Los campesinos, los minifundistas, los pequeños propietarios, los aparceros del centro del país, los peones de la costa o el Valle no han logrado organizarse ni presentar una propuesta propia, distinta a la de los activistas urbanos que a veces tratan de movilizarlos. Las razones para esto son muchas, culturales, de dominio político y social, pero el resultado es claro: el campesinado no se mueve con energía para buscar una solución integral al problema de la tierra.
Como los políticos responden a su electorado, los congresistas y los gobiernos prefieren apoyar a los grandes empresarios, con créditos, investigación, subsidios y todo lo demás: ellos son los que financian las campañas, y a veces ponen también los votos de los campesinos. Uno o dos senadores, elegidos con votos urbanos, son los únicos voceros de los pequeños propietarios rurales.
Por eso todos estamos de acuerdo en que se den subsidios del presupuesto público a los particulares para que consigan una casa, mientras que casi nadie piensa que vale la pena dar dinero a un campesino para que compre una finca, una finquita. Con los 13 millones de un subsidio de vivienda (y sin pensar en las viviendas gratuitas) se puede comprar tierra suficiente para crear una exitosa empresa campesina. Vallenpaz, una fundación de empresarios, ha comprado tierra en el Valle y la ha distribuido, a crédito, a pequeños productores. Los resultados son increíbles, pero lógicos: una finca de 3 o 4 hectáreas produce más que un trozo igual de buena tierra cañera.
Está bien que entre 1994 y hoy se hayan entregado cerca de un millón y medio de subsidios de vivienda. Ese año la ley creó los subsidios para tierras, pero la señal de que esto no es central es que no se han dado muchos ni se ha logrado montar un buen mecanismo para entregarlos. Ni siquiera es fácil saber cuántos se han dado, pero dudo de que pasen de 50.000 en casi 20 años. Y eso que un subsidio para montar una finca, además de dar al campesino un sitio para vivir, es un subsidio a la producción, un subsidio al trabajo.
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