Crítica literaria
Más Cortázar. Más Rayuela
26 de Julio de 2013
Juan Gustavo Cobo Borda
Desde febrero de 1950 hasta febrero de 1983, Julio Cortázar (1914-1984) le escribe a su amigo Eduardo Jonquieres, pintor y poeta cuatro años menor, 126 cartas y 13 tarjetas postales. Se habían conocido en la Escuela Normal Mariano Acosta, donde Cortázar obtiene, en 1932, el título de Maestro Normal y, en 1935, el de Profesor Normal en Letras, en Buenos Aires. Ahora, desde Europa, y más exactamente, desde París, Cortázar en estas Cartas a los Jonquieres (Alfaguara, 2010) le hace la crónica intensa y reveladora de su exilio voluntario en un mundo que había elegido, acorde con su decisión de hacerse un escritor, un gran escritor como ya lo planteaba su primer libro de cuentos Bestiario (1951).
Es un periodo de grandes revelaciones, sobre todo en el terreno de las artes plásticas, de viajes muy decisivos, sea Italia o la India, donde Octavio Paz era embajador y lo acogió en la residencia, y sobre todo de su matrimonio con Aurora Bernárdez, hermana del poeta Francisco Luis Bernárdez, con quien se casará el 23 de agosto de 1953. Los dos eran traductores muy profesionales, que consiguieron puesto en la Unesco, y que si en sus austeros domicilios Aurora traducía el Leonardo da Vinci de Marcel Brion, Julio se embarcaría en la versión de las Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar.
Eran ambos argentinos obviamente afrancesados y Cortázar mantenía vivos su fastidio en contra del peronismo y su desdén por toda la literatura española, salvo El Quijote. Eligió la literatura inglesa, primero que todo, como su mundo predilecto de niebla, crímenes y fantasmas, y en segundo lugar la francesa, donde adoraba Opio de Jean Cocteau. El jazz, las grandes exposiciones, cuadros de Klee o Miró, amigos como el crítico de arte Damian Bayon, llenan un circuito de fervores y búsquedas, que en tantas ocasiones aspiran al absoluto, a una reflexión de índole casi metafísica, que intenta superar las contradicciones de una conciencia occidental ya coagulada en dualidades.
Un trasfondo, en cierto modo, de la gran explosión que en 1963 representaría Rayuela. No una simple antinovela, sino la puesta en duda de todos los supuestos vitales e intelectuales de Horacio Oliveira.
Un exiliado argentino como Cortázar, que lee a Mircea Eliade y textos de budismo zen, y que al azar de los encuentros en un París surrealista como el de Nadja de André Bréton, descubre en una uruguaya, menos naif de lo que parece, a la Maga, la mujer que en los pequeños hoteles parisinos de una noche, le abre el horizonte sin fronteras de un erotismo hecho de juego y asombros, revelaciones y puntos límites. Del lado de allá, París, al lado de acá, Buenos Aires, se tejen los hilos de una nostalgia crítica, de un afán de dar ese paso a un abismo sin fondo. A una revelación que se teme, como se teme al miedo y a la misma locura. Como lo dijo en su capítulo 93:
“Amor mío, no te quiero por vos ni por mí ni por los dos juntos, no te quiero porque la sangre me llame a quererte, te quiero porque no sos mía, porque estás del otro lado, ahí donde me invitas a saltar y no puedo dar el salto, porque en lo más profundo de la posesión no estás en mí, no te alcanzo, no paso de tu cuerpo, de tu risa, hay horas en que me atormenta que me ames” (p. 452).
Aparecida su primera edición en junio de 1963, ya en mayo de 1969 iba por su décima edición, convirtiéndose en el breviario de amor de los jóvenes en toda América Latina, y en un tratado nada solemne en contra de la solemnidad. A ello se añadirían libros joviales y efervescentes como Historia de cronopios y de famas (1962), que vemos brotar desde estas cartas a los Jonquieres, a su esposa y sus jóvenes hijos. Ahora que Aurora Bernárdez rescata los Papeles inesperados (2009) de Julio Cortázar (cuentos, poemas, ensayos, notas sobre arte, entrevistas) y que Alfaguara reedita Rayuela medio siglo después. Esta edición incluye un mapa de París con los lugares donde transcurre la novela y un amplio apéndice con la historia de Rayuela contada a través de las cartas de Julio Cortázar a diversos corresponsales desde diciembre 1958. Podemos entonces acompañar al Gran Cronopio en su gozoso mapamundi de encuentros a deshora. Un parque de diversiones que no se termina de recorrer, desde la infancia hasta la nunca alcanzada madurez, afortunadamente.
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