Crítica Literaria
Los cafés
29 de Marzo de 2011
Juan Gustavo Cobo Borda
El café “es el dulce hogar para aquellos para los que el dulce hogar es un horro”. Así escribía Alfred Polgar, en 1926, refiriéndose al café Central de Viena. Solo que desde 1650, al hablar de las coffehouses inglesas, el café está íntimamente ligado a la literatura, al ocio, a la conspiración y a esa mezcla sutil entre bohemia y laboriosidad que caracteriza a los habituales del café. Un solo dato: Jean Paul Sartre escribió un denso tratado metafísico, en la senda de Heidegger, titulado El ser y la nada, en las mesas del parisino café de Flore, donde incorporó al texto argumentos proporcionados por el camarero.
En 1700, ya Londres contaba con 3.000 establecimientos para el consumo de café, en una ciudad de 600.000 habitantes. Pero, en 1709, un periódico, El Charlatán (The Tatler), resume todas las noticias de la ciudad, de la bolsa a los espectáculos, al tener como base de su información lo que se dice en los cafés. Algo que los periodistas no dejarán de aprovechar desde entonces: un último café chismoso antes del cierre de la edición.
Steele, en El Charlatán, y Addison, con The Spectator (1711) quisieron dar a sus lectores algo más que noticias fugaces. Ensayos donde brillará el ingenio y el conocimiento.
Pero fueron los cafés parisinos, de 1780, como el Procope, el café de la Regence o el café de Fey, los que engendraron, en la caldeada atmósfera de inteligencias, como las de Voltaire, Rousseau, Diderot y D'Alambert, tanto la Enciclopedia como la Revolución de 1789. Pero esas manifestaciones, bruscas o incendiarias o de largo aliento, tenían raíces singulares. En el Procope, un día se empezó a hablar de la armonía, y la discusión duro 11 meses. Ese mundo es el que nos rescata Antoni Mari Monterde en su libro Poética del café. Un espacio de la modernidad literaria europea (Barcelona, Anagrama, 2007).
Pero no solo de ella, de la europea, sino también de la nuestra, la latinoamericana. En un café de París, Rubén Darío y Enrique Gómez Carrillo, como quien dice el modernismo en pleno, quieren extraer del poeta Paul Verlaine esa gota de música y sabiduría que habían paladeado en sus canciones. El encuentro, cómo no, se da en un café, y Rubén Darío, con facundia tropical, exalta su gloria. Verlaine, el fauno taciturno y borracho, solo responde: “La gloire!... La gloire. Merde!”.
Amarga lección que Rubén Darío de seguro recordara en sus depresiones de alcohólico sin recursos, caído de su trono lírico, tal como nos lo pintó Vargas Vila en el libro que le dedicó.
Por su parte, el peruano César Vallejo, en el París de 1936, con hambre y frío, se refugiara en la calidez humeante del café, para proponernos ese soneto que tituló Sombrero, abrigo, guantes:
“Enfrente a la Comedia Francesa, está el Café
de la Regencia; en él hay una pieza
recóndita, con una butaca y una mesa.
Cuando entro, el polvo inmóvil se ha puesto ya de pie”.
Por su parte, y en Madrid, el maestro exaltado por Borges, Rafael Cansinos-Assens, traductor de las Mil y Una Noches, despachara desde el café Colonial, mientras Ramón Gómez de la Serna lo hace desde el café Pombo. En un momento donde las ciudades se tornan eléctricas y agitadas, de choques bruscos y aceleración nerviosa, los cafés pueden ser puerto y refugio. Aguas más quietas, e incluso estancadas, donde se cultiva, según Gregorio Marañón, la pasión más fuerte del hombre español, el resentimiento. La maledicencia. Pero el café también fue una suerte de universidad popular, donde muchos por el irrisorio precio de una taza, alargada por horas, pudieron escuchar a Don Miguel de Unamuno, Don Antonio Machado o Don Pío Baroja, como debe decirse. La envidia se transformaba en coloquio y cuando el exilio, a raíz de la guerra civil, llevó a tantos a Buenos Aires como a México, el café continuó siendo el ágora donde las ideas cruzaban sus espadas y los gritos, tan españoles, trataban de imponerse sobre los rivales. Así, en los cafés de la Avenida de Mayo o la calle Salta, el Iberia y el Español, las mesas volaban de una acera a otra, y María Teresa León, la mujer de Rafael Alberti, exiliados ambos como Ramón Gómez de la Serna, veían cómo “en las mesas de los cafés se discutía y se gritaba como si aún Madrid estuviese defendiéndose”. El café fue entonces política y poesía: soledad y compañía. Como siempre lo había sido.
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