Curiosidades y…
La vejez
18 de Enero de 2013
Antonio Vélez |
“Existen muchas ventajas al envejecer, pero... no recuerdo ahora ninguna”.
Somerset Maughan
Hace 3.000 millones de años, los primeros seres vivientes, unicelulares, se reproducían por división binaria simple. Desaparecía la madre y era remplazada por dos gemelos saludables, plenos de juventud y vitalidad. La vejez era desconocida, y la muerte natural no existía. Cada división ponía en cero el calendario de la edad, por lo que esa clase de vida unicelular era, en potencia, eterna.
Fue justo al aparecer sobre la tierra los primeros organismos multicelulares cuando se presentó el deterioro funcional de algunas de las partes, o enfermedad, el envejecimiento por acumulación de daños y la muerte natural. A la evolución se le ofreció una alternativa: reparar el mal funcionamiento celular o crear en el ADN un programa de muerte, encargado de eliminar los individuos viejos e ineficientes, y así liberar espacio vital para los reemplazos, portadores jóvenes de la misma semilla.
Al aceptar la segunda alternativa, el ADN perdido con la muerte quedaba recompensado con el ADN de los descendientes, que podrían desarrollar, en un nicho más descongestionado, su potencial pleno de organismos jóvenes. Equivale esto, en cierto sentido, a una típica carrera de relevos: cada individuo hace lo suyo y entrega el testigo al siguiente competidor quien, al estar más descansado, puede continuar la prueba con mayor rapidez.
Todo lo conocido hoy apunta a que la evolución eligió la carrera de relevos de la vida. Lo que significa que nos convirtió en seres desechables. Ni más ni menos, aunque no nos guste. Y es que cada una de las especies vivas parece contar con un cronómetro interno. Al llegar a cierta edad, característica para cada una de ellas, sus individuos envejecen y mueren.
Una confirmación de la hipótesis anterior la ofrece la progeria infantil, un desorden genético que aumenta en forma considerable y misteriosa el ritmo del tic tac del reloj biológico. Los portadores del defecto, a los siete años suspenden el crecimiento y a los doce, poco antes de morir de vejez, ya muestran el cabello gris de los octogenarios, pérdida de agudeza auditiva, arteriosclerosis, problemas cardiacos y la voz cascada del anciano.
El envejecimiento no es un proceso homogéneo. En algunas personas envejece primero la piel, en otras el pelo o las arterias. Todo ocurre como si existiesen múltiples grupos de genes que controlaran el envejecimiento y que, cada uno a su debido tiempo, termina por entrar en acción.
Las células sufren daños todo el tiempo: el ADN muta, las proteínas se deterioran, los radicales libres alteran las membranas y así sucesivamente. La vida depende del accionar preciso de la información genética, que a pesar de su excelencia, no es perfecto. Cuando la cantidad de daños supera cierto umbral, la célula se sume en un estado en el que sigue desempeñando funciones útiles para el organismo, pero sin la capacidad de dividirse. No obstante, en la mayoría de los animales multicelulares la línea germinal queda restringida a los óvulos y los espermatozoides, que parecen mantenerse jóvenes, de tal suerte que los descendientes formados con ellos arrancan de nuevo de cero, en plena juventud.
Utilizar la ciencia del envejecimiento para mejorar la recta final de la vida representa un desafío, quizás el mayor reto al que deberá enfrentarse la medicina. Las soluciones no resultarán sencillas, a pesar de que los negociantes de la inmortalidad te ofrecen rejuvenecimiento a cambio de billetes. Pero ningún elíxir mágico nos mantendrá jóvenes. Consolémonos, la medicina ha alargado la vida y ha mejorado su calidad. Centrémonos entonces en vivir a plenitud, en sacar el máximo partido a nuestra vida, la única que tenemos.
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