Curiosidades Y...
Glotonería y obesidad
20 de Diciembre de 2013
Antonio Vélez |
La sociedad es dura para juzgar a los gordos. Se los acusa de debilidad, de falta de voluntad, cuando realmente el problema es complejo y muy difícil de superar. O imposible para la mayoría: se sabe que el 90 % de la gente que adelgaza después de ponerse a dieta, en unos pocos años regresa a su peso original.
Si disponemos de alimentos en abundancia nos engordamos, a veces hasta enfermar, situación aparentemente desconocida en el reino animal en condiciones naturales. En el pasado remoto, esta característica fue una virtud metabólica, pues debíamos comer en exceso cuando los alimentos abundaran, o cuando por azar encontráramos una presa fácil y de carnes abundantes. Además, en esos casos, lo que no se comiera inmediatamente terminaría descompuesto por las bacterias y convertido en toxinas mortales. No se conocían métodos de conservación ni se había descubierto el fuego. Como recuerdo evolutivo de esos difíciles momentos, casi todos los humanos somos adictos a la comida.
En el pasado, aquellas personas que por naturaleza fueran de poco apetito, una vez terminadas las cosechas, la época de las vacas gordas, comenzaban a morir por desnutrición, sin reservas en forma de grasa para superar el periodo de hambrunas inclementes. Los niños debieron ser los más castigados por la escasez de alimentos. Hoy día, después del descubrimiento de la agricultura y de aprender a domesticar los animales, el hombre al fin pudo contar con alimentos en forma casi permanente, por lo que la gula, una virtud en esos duros tiempos, pasó a convertirse en un pecado capital. Un delicioso pecado al que pocos escapan. Por decirlo de una manera exagerada: si no fuéramos tan golosos nuestra especie ya se habría extinguido.
Después de un rato de haber empezado a comer, el azúcar de los alimentos pasa al torrente sanguíneo y de allí al cerebro, que nos sopla al oído: “no comas más”. También aumentan las concentraciones de insulina y leptina, hormonas que responden a los niveles de glucosa en la sangre, y nos sentimos plenos. Pero en muchas personas la sensación de saciedad llega muy tarde, cuando ya se han ingerido nutrientes en exceso, o no alcanzan niveles adecuados de leptina, y siguen comiendo.
El placer es un factor decisivo en el asunto de gordos o flacos. Al ingerir alimentos se produce dopamina, hormona responsable de la sensación de placer. Algunas personas nacen con una baja receptividad a esa hormona, y entonces necesitan mucha cantidad de estimulantes para sentir el mismo placer que una persona normal. Ahora bien, una vez hemos asimilado grasa y empezamos a engordar, los niveles medios de leptina e insulina se elevan, y nos hacen tolerantes a la acción de esas hormonas, con lo cual disminuye el placer al comer. Entonces, buscando obtener el mismo nivel de satisfacción, comemos mucho más. Así se crea el círculo vicioso, ¡y se ensancha! No se es gordo porque se come mucho, se come mucho porque se es gordo.
Al comer, nuestro aparato digestivo segrega la grelina, hormona que tiene la función de prepararnos para digerir los alimentos. En periodos de hambre continuada, el organismo la segrega con otra finalidad: despertar el apetito, pues estamos necesitados de nutrientes. Por eso se la llama hormona del hambre o del apetito. Cuando perdemos peso de manera rápida y drástica gracias a una dieta franciscana, el organismo segregará más cantidades de esa hormona, lo que nos obligará a caer de nuevo en comilonas. El hipotálamo, donde reside un sistema de recompensa, nos ayuda generando placer. Por otro lado, hay numerosas evidencias que apuntan a que el estrés, y la vida moderna está llena de situaciones que lo producen, genera la pulsión de comer, incluso cuando aún estamos llenos. En suma, parece que estamos condenados por natura a convivir con nuestros gorditos en la cintura.
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