Curiosidades y…
Estrés del viajero
15 de Octubre de 2014
Antonio Vélez
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Esto le sucedió a un amigo mientras visitaba Roma. Durante una de las extenuantes caminadas por la ciudad, justo en el Coliseo, sitió un fuerte dolor en el pecho. Se detuvo, tomó un ligero descanso y siguió adelante. Cinco minutos después debió detenerse de nuevo. Al notar que el dolor no cedía, se alarmó, y se encaminó a un sitio de urgencias médicas. El practicante de turno le dijo, en italiano y con cara de preocupación: señor, el asunto es serio, usted tiene una severa arteriopatía coronaria. Mi amigo entendió poco, pero fue suficiente, y no lo podía creer, pues siempre se había sentido un hombre de salud de piedra. ¿Cómo podía ser, y en mitad de un viaje tan deseado? Pues bien, angustiado hizo las gestiones correspondientes a fin de adelantar el regreso a Colombia. Llegado a su ciudad, visitó al cardiólogo, quien de inmediato le diagnosticó cirugía: dos arterias coronarias taponadas y sus respectivos stents.
Este asunto parece un caso aislado, sin mayor relevancia salvo para el sujeto y sus allegados. Pero las cosas van un poco más lejos. Todo viajero somete su organismo a un estrés nada despreciable. Comienza con los preparativos: compra de tiquetes, preparación de pasaportes, visa y equipaje. Por un lado están la dopamina, que nos llena de gozo, complementada con el aumento de los niveles de cortisol y adrenalina, las hormonas del estrés, que nos animan y nos disponen para realizar esfuerzos mayores. Después de varias horas en el avión, comienza el estrés físico: el temor al vuelo, por un lado, y, por el otro, la quietud en la silla que hace que los líquidos de nuestro organismo se acumulen en la parte baja del cuerpo, así que las piernas se nos empiezan a hinchar.
Al llegar a nuestro destino aparecen nuevos elementos de estrés: un clima nuevo, temperatura media diferente de aquella a la cual tenemos acostumbrado nuestro organismo, presión atmosférica distinta, otro contenido de oxígeno en el aire que respiramos, otro horario de comidas y dormida, colchón y almohada diferentes, alimentos nuevos... Y al salir a la calle nos encontramos con otra geografía, muy distinta de la de nuestra ciudad, con gente rara, amenazante muchas veces, pero lo peor es que debemos enfrentarnos a otro idioma, las más de las veces desconocido por completo, y a un mundo nuevo en cuanto a costumbres.
Pero hay todavía más factores de estrés: el ejercicio desacostumbrado del turista, movido por las mismas hormonas del estrés, que debe caminar en su afán de conocer, de aprovechar la ocasión, que debe subir y bajar, cruzar calles, moverse. Todo lo anterior se traduce en cambios fisiológicos: el organismo se esfuerza en superar los cambios, en acomodar las variables internas a la multitud de variables externas. Cuando se es joven, esto se supera sin que apenas lo advirtamos, pero entrados en años, la cuestión es más delicada. El proceso de acomodación es lento y no siempre lo logramos, así que tenemos que aceptar multitud de deficiencias: nos cansamos antes de lo acostumbrado, el apetito no es el de siempre, no conciliamos el sueño, el estómago se resiente, las piernas nos duelen, la atención se distrae, los autos a veces circulan por el lado opuesto, lo que se suma al desconcierto y propicia los accidentes.
Las severas condiciones de estrés pueden revelar fallas que tenemos escondidas. Lo mismo que ocurre cuando nos hacen una ecografía abdominal y el analista nos dice que tenemos un pequeño quiste del cual no teníamos noticias, o que tenemos un pequeño cálculo en la vesícula biliar. En fin, si nos sometemos a prueba, descubriremos que las cosas no están perfectas, que el paso de los años ha ido acumulando pequeños deterioros en nuestro organismo, daños que al someternos a un estrés desusado revelan su presencia y nos mandan de mala gana al hospital. Esta es la situación vivida por más de un viajero, pero, ¿qué importa?, el encanto de viajar supera todos estos obstáculos.
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