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La toga: ¿alma o “cartel”?

Entre el alma y la impostura, la toga sigue siendo un símbolo de dignidad. Quien la honra merece confianza; quien la traiciona, un juicio justo.

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11 de Agosto de 2025

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Ana Giacomette Ferrer
Presidenta del Centro Colombiano de Derecho Procesal Constitucional

En Colombia se ha hecho costumbre hablar del “cartel de la toga” con una liviandad preocupante. La frase, nacida al calor de escándalos judiciales reales, ha sido replicada por medios, viralizada en redes y asumida por la ciudadanía como sinónimo del sistema judicial. Confieso que esa etiqueta me incomoda, me inquieta y, como jurista, me ofende.

No por ingenuidad ni por complicidad, sino porque esa frase reduce el problema de la corrupción judicial a una caricatura que, en lugar de exigir reformas profundas, alimenta la rabia, el descrédito generalizado y la deslegitimación de todo el aparato de justicia. Como procesalista constitucional, me interesa interrogar no solo los hechos que han deteriorado la imagen del juez, sino también el lenguaje con que se los nombra.

La toga no es una prenda decorativa: es el símbolo de la autoridad judicial. Representa, en su esencia, el compromiso del juez con la imparcialidad, la dignidad y la sujeción al derecho. Es, por decirlo con respeto, el vestido del alma del juez. Las expresiones “alma de la toga” y “cartel de la toga” muestran dos ideologías antagónicas; porque no coinciden en ninguna propuesta, sino, todo lo contrario, se oponen totalmente, en este caso en el plano de lo judicial.

Desde la perspectiva del Derecho Procesal Constitucional, la toga encarna la figura del juez como garante de derechos y como intérprete de la Constitución.

El que porta la toga no habla por sí mismo: habla en nombre del Estado. Por eso, cada palabra pronunciada desde la judicatura, cada auto, cada sentencia, debe estar guiada por el respeto al debido proceso y a la dignidad humana. Cuando la toga se usa para traficar favores o encubrir injusticias, se comete una traición institucional. Pero cuando se generaliza el desprecio hacia la toga misma, se hiere de muerte la idea del juez como pilar del Estado de derecho.

Se ha vuelto habitual que la justicia sea descrita desde el lugar común del “cartel de la toga”. La frase se repite en titulares, informes y debates como si fuese un diagnóstico legítimo. Pero no lo es. Es una expresión mediática, impactante sí, pero también injusta.

No niego la gravedad de los hechos que han motivado esa reacción pública. Es evidente que existen redes de corrupción, conflictos de intereses y comportamientos reprochables dentro de la Rama Judicial. Pero transformar esa realidad en una narrativa totalizante –como si todo juez fuera corrupto por el solo hecho de ser juez– es profundamente lesivo para la institucionalidad.

El lenguaje que condena por anticipado, que equipara la función jurisdiccional con una actividad criminal, borra la posibilidad de recuperar la confianza social.

El problema, entonces, no solo es de corrupción, sino de constitucionalidad procesal. No basta con sancionar a los corruptos si, en el camino, se desdibuja la garantía del debido proceso, el respeto por la función judicial y la protección de los derechos de las partes. Y aquí es donde el Derecho Procesal Constitucional adquiere su centralidad: porque no se trata solo de lo que el juez decide, sino de cómo lo comunica, desde qué lenguaje construye autoridad y con qué garantías enfrenta la desconfianza pública. La crisis institucional no se enfrenta con populismo punitivo, sino con procedimientos respetuosos de los principios del Estado constitucional.

El desprestigio no solo proviene de fuera. La misma justicia, cuando usa mal el lenguaje, puede contribuir a su propia deslegitimación –así lo señalé en una columna anterior– Lo evidenció la Corte Constitucional en la Sentencia T-263 de 2020, donde rechazó el uso de expresiones estereotipadas en decisiones judiciales que revictimizaban a mujeres.

En el mismo sentido, el Consejo de Estado, en providencia del 9 de marzo de 2017 (Exp. 05001-23-31-000-2001-01919-01), declaró responsable a la Nación-Rama Judicial por el lenguaje culpabilizante empleado por un juez en un proceso penal sobre violencia sexual. Esa decisión dejó claro que el juez no solo debe fallar con imparcialidad, sino también expresarse con respeto.

Pero no basta con que el juez sea imparcial: también debe parecerlo. Así lo ha reiterado la jurisprudencia internacional en materia de derechos humanos, al señalar que la apariencia de imparcialidad es condición para el acceso efectivo a la justicia. Si el ciudadano percibe a sus jueces no como autoridades dignas, sino como parte de un “cartel de la toga”, deja de acudir a la justicia. Y ese es, sin duda, el síntoma más grave de una crisis institucional: el debilitamiento de la tutela judicial efectiva.

Entre el alma y la impostura, la toga sigue siendo un símbolo de dignidad. Quien la honra merece confianza; quien la traiciona, un juicio justo. Así se reconstruye la confianza pública, no se azuza la desinstitucionalización.

Combatir la corrupción judicial es urgente, pero hacerlo desde la Constitución exige más que titulares: exige rigor, instituciones fuertes y palabras que no destruyan la esperanza.

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