La violencia verbal y la fragilidad de la institucionalidad
La violencia verbal afecta el corazón mismo de la institucionalidad. Primero, porque erosiona la confianza en los poderes públicos.Openx [71](300x120)

12 de Junio de 2025
Ana Giacomette Ferrer
Presidenta del Centro Colombiano de Derecho Procesal Constitucional
Cuando el lenguaje se convierte en un arma, en lugar de un puente, se socava el tejido institucional. Esta afirmación cobra especial vigencia, en el mundo y en el contexto colombiano actual, donde el insulto ha reemplazado al argumento, y la vulgaridad se impone sobre el debate jurídico y político. Lo que debería ser un ejercicio racional y deliberativo –especialmente en escenarios como los estrados judiciales o el Congreso– se transforma, cada vez con más frecuencia, en un espectáculo degradante.
El reciente episodio ocurrido en el recinto del Senado de Colombia, que se presume símbolo de la democracia, es una muestra lamentable de esta deriva. Gritos, improperios, ataques personales, descalificaciones, humillaciones, comentarios sarcásticos, todo bajo la mirada de una ciudadanía cada vez más desconcertada y distante. No se escuchan ideas, no se contrastan razones: se vocifera. Y ese deterioro del lenguaje no es anecdótico, sino profundamente institucional. Porque cuando los actores públicos abandonan la discusión respetuosa, el daño no es solo interpersonal: es estructural.
La violencia verbal afecta el corazón mismo de la institucionalidad. Primero, porque erosiona la confianza en los poderes públicos. Segundo, porque legitima una cultura de la agresión, incluso dentro de escenarios como la justicia, donde el respeto debería ser regla. Los estrados judiciales se convierten a veces en arenas de combate, donde colegas se tratan como enemigos, no como profesionales al servicio de la justicia. El Código Disciplinario del Abogado exige decoro, pero en la práctica el espectáculo y la desmesura ganan terreno.
Más grave aún, la falta de cuidado en el lenguaje puede terminar violando derechos fundamentales. Esto no es una simple observación ética o estilística: lo han señalado organismos internacionales como la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la OEA, el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas; pero en nuestro derecho interno las denominadas altas cortes también se han pronunciado sobre el tema. La Corte Constitucional ha sido enfática en señalar que el uso de expresiones discriminatorias o revictimizantes en providencias judiciales puede constituir una forma de violencia institucional y, por tanto, una vulneración del derecho al debido proceso, la dignidad y la igualdad, solo por mencionar algunas de ellas: sents. T-244 de 2018, C-552 de 2019 y C-078 de 2007.
En el mismo sentido, el Consejo de Estado, mediante providencia del 9 de marzo de 2017 (exp. 05001-23-31-000-2001-01919-01), declaró responsable a la Nación-Rama Judicial por el uso de lenguaje culpabilizante en una sentencia penal sobre violencia sexual. El tribunal reconoció que los prejuicios y estereotipos empleados por el juez revictimizaron a la mujer demandante, vulnerando su dignidad y generando un daño antijurídico.
En el marco del Derecho Procesal Constitucional (DPC), esta reflexión adquiere una dimensión sustancial. La forma en que se comunica una decisión judicial –su lenguaje, tono y estructura argumentativa– incide directamente en su legitimidad constitucional. Como lo señaló la Sentencia C-683 de 2005, el acceso a la administración de justicia no se agota con el derecho a obtener una decisión, sino que incluye también el derecho a comprenderla, a sentirse tratado con respeto y a que la decisión no perpetúe esquemas de exclusión o prejuicio.
Así, el lenguaje judicial no es accesorio: es contenido. En un Estado constitucional de derecho, donde la justicia debe ser garantista, pedagógica y transparente, el modo en que se comunica es parte integral del debido proceso. Un lenguaje institucional que insulta, revictimiza o discrimina, rompe no solo el vínculo de confianza entre ciudadano y justicia, sino también las garantías procesales mínimas que ordena la Constitución.
Desde la perspectiva del DPC –línea que defiendo en este espacio–, cuidar el lenguaje no es un gesto de cortesía, sino un mandato jurídico. El proceso no es solo un camino hacia la decisión: es en sí mismo una garantía sustantiva de derechos. Por eso, un proceso en el que el lenguaje es agresivo, confuso o degradante no puede considerarse constitucionalmente válido. Un lenguaje claro, respetuoso y argumentado es exigencia del debido proceso contemporáneo; la Sentencia T-422-22 de la Corte Constitucional es un ejemplo de ese deber comunicacional que, explica a un menor de edad, en lenguaje sencillo, la decisión tomada para proteger sus derechos.
Las palabras pueden ser instrumento de justicia o de violencia. Por eso, quienes operamos el Derecho –jueces, abogados, académicos– tenemos una responsabilidad mayor: cuidar el lenguaje es también cuidar el Estado de derecho.
Pero esta tarea no es solo jurídica, es también social. En una sociedad donde se impone el grito sobre la razón, urge recuperar la conversación respetuosa como base de la convivencia democrática. Callar los insultos y abrir espacio al diálogo es un deber compartido: de todos, para todos. Invito entonces, como mejor respuesta a la agresión verbal, “tender puentes de oro” para que el conflicto se disipe sin mayores consecuencias.
Gracias por leernos. Si le gusta estar informado, suscríbase y acceda a todas nuestras noticias, los datos identificadores y los documentos sin límites.
¡Bienvenido a nuestra sección de comentarios!
Para unirte a la conversación, necesitas estar suscrito.
Suscríbete ahora y sé parte de nuestra comunidad de lectores. ¡Tu opinión es importante!