Brasil frente al golpe: cuando las instituciones resisten
Amnistiar a Bolsonaro no sería un gesto de reconciliación, sino de complicidad. No sería cerrar heridas, sino abrirlas de nuevo con más profundidad.Openx [71](300x120)

12 de Septiembre de 2025
Glênio S. Guedes
Abogado de Brasil
Durante mucho tiempo, las repúblicas latinoamericanas parecían condenadas a tolerar la impunidad de los poderosos. Golpes de Estado, asonadas militares, presidentes derrocados: la historia parecía escrita por quienes violaban la Constitución sin jamás recibir castigo. Pero el Brasil de hoy nos ofrece una escena distinta, luminosa, que ilumina de esperanza a todo el continente.
El Supremo Tribunal Federal condenó al expresidente Jair Bolsonaro a 27 años y 3 meses de prisión por haber encabezado una conspiración destinada a impedir la posesión de un presidente legítimamente electo. Es la primera vez que un exmandatario de la República recibe la sanción que la ley reserva para los traidores de la democracia. Y junto a él, altos mandos militares –generales y un almirante de escuadra– también fueron sentenciados. Se rompe así una tradición nefasta de indulgencia con militares sediciosos que, desde 1889, habían intervenido reiteradamente en la política bajo el manto de la impunidad.
El fallo del Supremo no es un acto de venganza ni de persecución. Es la afirmación solemne de que la Constitución no se negocia, de que la voluntad popular no se posterga, de que nadie está por encima de la ley. No fueron pocas las presiones: desde Washington, Donald Trump, influenciado por Eduardo Bolsonaro –hijo del expresidente–, llegó a amenazar con sanciones económicas e incluso con la idea descabellada de una intervención militar. En Brasil, el grupo del expresidente sembró hostilidad contra los jueces, soñando con un giro político que lo devolviera a la impunidad. Nada de eso doblegó a la justicia.
Sin embargo, en medio de esta victoria democrática, surge la amenaza de la amnistía. Algunos sectores del Congreso han insinuado perdonar a Bolsonaro y a sus cómplices. Tal idea es incompatible con la Constitución misma y con la identidad democrática que ella resguarda. El Estado de derecho no puede premiar a quienes atentan contra sus principios. La propia Carta de 1988 establece límites explícitos e implícitos: no es necesario que todas las prohibiciones estén escritas con detalle, porque hay valores que forman parte del núcleo irreformable de la democracia. Y entre esos valores está la defensa de las instituciones contra quienes intentan destruirlas.
Decir que una eventual amnistía sería inconstitucional no es un exceso retórico. El capítulo de los derechos fundamentales ya veda expresamente la concesión de perdón a actos de grupos armados contra el orden democrático. Y aun cuando los conjurados de Bolsonaro no fuesen un ejército regular, el principio es claro: quien conspira contra la soberanía popular no puede ser luego premiado por ella. Además, si incluso una enmienda constitucional –con mayor legitimidad que una ley ordinaria– no podría autorizar semejante indulgencia, con mayor razón no le corresponde al legislador común abrir esa puerta.
Comparar la discusión actual con la Ley de Amnistía de 1979 es un equívoco histórico. Aquella se dio en un contexto de dictadura, cuando los propios militares negociaban su salida y se autoanistiaban. Hoy, en cambio, Brasil vive bajo una democracia consolidada, fruto de la lucha popular y de una Constitución que edificó un verdadero pacto democrático. Resulta irónico, y hasta escandaloso, que el mismo Congreso que representa la soberanía popular sea el que se plantee debilitarla.
Amnistiar a Bolsonaro no sería un gesto de reconciliación, sino de complicidad. No sería cerrar heridas, sino abrirlas de nuevo con más profundidad. No sería un acto de grandeza, sino de claudicación. Perdonar a quienes intentaron destruir la democracia sería sembrar el terreno para nuevas aventuras autoritarias, como tantas veces ocurrió en nuestra región cuando los responsables de la violencia política quedaron impunes.
La lección brasileña tiene un alcance continental. En Colombia y en toda América Latina, donde todavía persisten pulsiones autoritarias, el caso brasileño demuestra que no basta con tener normas escritas: es necesario que existan instituciones dispuestas a aplicarlas contra los poderosos. La democracia no se defiende solo con discursos, sino con actos concretos de justicia.
La condena de Bolsonaro no es apenas la caída de un caudillo: es la victoria de un pueblo que decidió no repetir sus viejas tragedias. Es la afirmación de que la democracia puede ser frágil, pero no indefensa; acosada, pero no vencida; golpeada, pero capaz de levantarse. En Brasil, las instituciones resistieron, y esa resistencia es hoy una lección imprescindible para todo el continente.
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