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Colombia y el Derecho Internacional de los Derechos Humanos
21 de Marzo de 2014
Francisco Bernate Ochoa
Coordinador del Área de Derecho Penal de la Universidad del Rosario
Twitter: @fbernate
Los cien años que van entre la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX son absolutamente fascinantes para la teoría del derecho. De la discusión sobre la cientificidad de la jurisprudencia rápidamente se pasó a la discusión entre iusnaturalistas y positivistas, estos últimos quienes, para los inicios del siglo XX, impusieron sus tesis como mayoritarias. En este escenario, el nacional socialismo encontró el caldo de cultivo ideal para legalizar todas sus prácticas atroces, las mismas que siempre contaron con el aval de los jueces y tribunales.
Terminada la guerra, ocurrido el exterminio, el positivísimo jurídico mostró su peor faceta, y se entendió que era necesario acudir a algún mecanismo para limitar el actuar del legislador, a fin de evitar que estos sucesos se repitieran. Mientras algunos acudieron a los pensadores griegos, y a lo que Aristóteles llamó la naturaleza de las cosas, la humanidad se unió para crear organismos internacionales y cartas de derechos que fueran vinculantes para todos los Estados del planeta, como lo fue la Carta de las Naciones Unidas, mismos que representaban el mecanismo idóneo para salvaguardar a la humanidad frente a este tipo de sucesos. Los juicios de Tokio y Nuremberg demostraron que hay algo más allá de la legalidad, que no todo lo legal es justo y que el legislador sí tiene unos límites. Que no todo es admisible.
Hoy en día, existen estos tratados internacionales que, como lo hace la Convención Interamericana de Derechos Humanos, establecen mínimos que deben ser respetados por todos los Estados miembros. Se trata de una manera de proteger a los ciudadanos contra sus propios gobiernos, y de reafirmar que, por el hecho de ser persona, todo individuo tiene unos derechos que le son inherentes y que jamás podrán ser desconocidos. Naturalmente, el carácter vinculante de estos tratados siempre podrá ser interpretado al gusto y la conveniencia de los gobernantes de turno, en tanto que los mecanismos reales de efectividad de los mismos, cuando menos en nuestros países de América, son limitados.
Para el caso Colombiano, la Constitución de 1991 toma una abierta postura en favor de estos tratados, al incorporarlos de manera expresa al texto de la propia Carta, por la vía de lo que se denomina el bloque de constitucionalidad. Pero no nos engañemos, estos tratados entre nosotros son apenas enunciados teóricos, y su incorporación real al ordenamiento jurídico colombiano es una utopía, con lo que los colombianos quedamos sujetos al querer del gobernante de turno, a la hora de hacer efectivos nuestros derechos inherentes a la condición de persona.
De un tiempo acá, es frecuente encontrar menciones en la jurisprudencia a los tratados, pero su empleo no pasa de ser un adorno argumentativo, y jamás nos hemos tomado en serio estos instrumentos internacionales. La creación permanente de leyes que los desconocen es una muestra de ello, como el Código de Procedimiento Penal anterior, que establece la única instancia para procesos contra aforados; el Código Disciplinario Único, que permite la destitución administrativa de funcionarios elegidos popularmente, o el nuevo Código de Procedimiento Penal, que, artículo tras artículo, es una bofetada contra estas garantías.
Habrá quien se alegre de la postura colombiana, que al mejor estilo del peor de los perdedores, cada que sale derrotado fuera de sus fronteras se inventa una excusa para no cumplir lo que le ordena la comunidad internacional. Pero la realidad es que esto es muy grave, al dejarnos a los ciudadanos a la deriva en la protección real de nuestros derechos como habitantes de una humanidad que hace mucho tiempo entendió que hay que protegerse contra cualquier forma de abuso.
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