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Actualizado hace 5 hours | ISSN: 2805-6396

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Acción de tutela Vs costo fiscal: un camino de irresponsabilidad

30 de Junio de 2011

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Andrés Mejía Vergnaud

Analista político

 

 

 

Los aniversarios son en sí mismos insustanciales, pero bien hacemos en aprovecharlos para realizar balances. Y empiezo por expresar un deseo: que aquel aniversario cuya celebración inspira estos textos, a saber, el de las dos décadas de nuestra Constitución, sea aprovechado para hacer un examen serio del modo como fue redactada nuestra Carta Magna, y muy especialmente, del modo como hemos venido a aplicarla: del modo como hemos llenado sus vacíos, y como hemos solucionado los problemas de interpretación que inevitablemente ella presenta.

 

Entre aquellos problemas, difícil por excelencia ha resultado el de los derechos económicos y sociales. La propia Constitución no arroja mucha luz sobre el problema que ella misma origina: pero eso no ha de reprochársele como una falta, pues son muchas y muy frecuentes las leyes que dan lugar a enigmas y se abstienen de aportar claves para su solución. Tiene entonces la mayor responsabilidad el intérprete.  Es a él, entonces, a quien ha de reprocharse la falta de sabiduría en la aplicación, y a quien ha de reconocerse lo contrario.

 

En el caso mencionado, la justicia constitucional colombiana ha optado por la más irresponsable y absurda de todas las interpretaciones posibles. Esta consiste básicamente de dos ejes. El primero: la idea de que es irrelevante o impertinente considerar las limitaciones económicas o presupuestales al decretar la satisfacción de aquellos derechos, por tener precisamente ese carácter. El segundo: que, entre los modos de dar cumplimiento a tales derechos, es perfectamente aceptable la asignación individual que se haga de su goce, o de lo que el juez considere que ello implique, en un proceso como la acción de tutela.

 

Esta interpretación es absurda, por cuanto desconoce lo que parecería ser un principio aritmético elemental: el de que, frente a un acervo limitado de recursos, no pueden plantearse solicitudes ilimitadas de satisfacción. Esto no significa que se ponga en duda la legitimidad de esas aspiraciones: ellas han sido elevadas a una categoría constitucional, y constituyen además circunstancias de bienestar de las cuales no debería estar privado ningún ser humano. Pero el hecho de que estas condiciones de bienestar estén expresadas como derechos constitucionales no hace que, por arte de magia, se desvanezcan las limitaciones reales que existen para su satisfacción. Deberían las políticas públicas de un Estado, entonces, propender por la cada vez mayor disminución de tales limitaciones. Lo cual no es otra cosa que propender por el desarrollo económico. Y allí pueden tener un papel central los derechos económicos y sociales: debe vérseles como un criterio ineludible en el diseño de las políticas económicas y sociales; el objetivo de estas debería ser, entonces, lograr que los habitantes del país no carezcan de las condiciones representadas en esos derechos.

 

Este último modo de entender los derechos económicos y sociales garantiza, en primer lugar, un principio elemental de justicia: el de que los beneficios que ellos representan se distribuyan de manera amplia e imparcial. Principio este que se vulnera en su totalidad cuando se conceden derechos económicos por la vía de la tutela: allí, sin considerar las necesidades del resto de la sociedad, y sin examinar cuál sería el modo más aconsejable de redistribuir recursos, se otorga a un peticionario una prestación a cargo del resto de la sociedad. En una gran cantidad de ocasiones, esto ha terminado produciendo patrones perversos de redistribución: de los pobres hacia los pobres, o peor, de los pobres hacia las clases medias y altas.

 

Nuestra sociedad habría podido elegir un camino diferente. Habría podido, por ejemplo, hacer que la ley reglamente el modo de satisfacción de los derechos económicos. Existiendo tal reglamentación, los incumplimientos concretos podrían ser materia de acción de tutela. Claro está, dicha reglamentación tendría que considerar los factores económicos y presupuestales que determinan la posibilidad de asignación.

 

Pero optamos por el otro camino. Al hacerlo, hemos ido creando en la sociedad una cultura según la cual, si la Constitución dice que una cierta condición económica es un derecho, su satisfacción es exigible de manera inmediata a cargo del Estado, y no puede haber ningún factor, absolutamente ninguno, que se invoque para no conceder tal prestación. Quien dude de que tal cultura ha permeado a nuestra sociedad, incluso en sus élites, que revise las objeciones hechas por el Partido Liberal al acto legislativo de sostenibilidad fiscal.

 

La Colombia que así se edifica no asemeja a los países desarrollados que tienen alto nivel de vida y de igualdad socioeconómica. Viene a la mente, por el contrario, el caso de Grecia: ella es el ejemplo a examinar si queremos saber a dónde conducen estas interpretaciones. Se hallará una sociedad que, por aferrarse a la idea de que las prestaciones económicas del Estado son ilimitadas e irreversibles, se ha puesto a sí misma al filo del abismo.

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