14 de Diciembre de 2024 /
Actualizado hace 7 hours | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Online

La legítima defensa y el relativismo securitario

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John Zuluaga

Doctor en Derecho y LL. M. de la Georg-August-Universität Göttingen (Alemania)

Profesor asociado de la Universidad Sergio Arboleda

La visibilidad que han alcanzado algunos “delitos con violencia” durante la apertura del 2024 en Colombia ha propiciado –de nuevo– un intenso debate sobre los límites de la legítima defensa. La discusión ha dejado ver un grado tal de atribuciones de significado a los requisitos de esta causal de justificación que parecen renovarse no solo los límites de esta eximente de responsabilidad, sino, además, la naturaleza de las violencias a las que se contesta a través de esta. Lo que reafirma este dinámico cruce de interpretaciones es que la legítima defensa no está dotada de objetividad para excluir el carácter antijurídico de una conducta típica, sino que responde a una atribución reconstructiva de sentidos normativos a un conflicto de hecho.

Especialmente llamativa ha resultado la forma como se ha llenado de sentido el requisito de la existencia de la agresión. Así, por ejemplo, se han hecho públicas algunas lecturas que encuentran autorizada la extensión de la repulsa a la agresión, incluso más allá de la terminación de esta con un claro desconocimiento de la exigencia de unidad de acto entre la agresión y la reacción. A ello se aúnan otras interpretaciones peligrosistas con las que la realidad de la agresión se valora a partir de coincidencias operativas con casos previos –propias de suposiciones policiacas– en las que incurran los supuestos autores o partícipes, recurriendo a ejemplos macro para establecer por qué una determinada actuación se puede identificar como agresión real.

Acá se desatiende el hecho de que la agresión es la obra de un sujeto determinado que actúa de forma consciente basado en cierta capacidad de previsión y que debe ser idónea para la lesión del bien jurídico protegido. Ni que decir de los argumentos que tuercen la exigencia de proporcionalidad y que promueven su desconocimiento, alegando que no pueden imponerse límites al ciudadano tratándose de un estado de inseguridad ciudadana absoluto, incluso reclamando la autorización para el porte de armas de fuego sin límites.

Detrás de estas dúctiles lecturas a los requisitos de la legítima defensa pareciera que se trata ya no de contener la violencia privada en la resolución de conflictos punitivos, sino, al contrario, de ritualizar la guerra. No de otra manera puede entenderse cuando se recurre a lógicas casuísticas que valoran la realidad de una agresión a partir de asimilaciones conductuales o cuando se desdibuja la consumación o terminación de un hecho punible para poner a la seguridad ciudadana como límite último de los actos de repulsa (¡hasta que haya paz!). Cuando se desplazan las referencias a la protección de bienes jurídicos como la vida o la integridad personal y se otorga a la seguridad ciudadana el carácter de límite interno de la legítima defensa, entonces se agota cualquier rendimiento de los fundamentos del ius puniendi, como, entre otros, el principio de proporcionalidad, de lesividad, la subsidiariedad y, además, se reformulan algunos desenlaces lógicos de la categoría antijuridicidad.

Así, cuando desde dinámicas criminales abstractas se confiere realidad a ciertas agresiones individuales contra bienes jurídicos protegidos por el Derecho Penal, incluso puede pervertirse la naturaleza de exculpantes como el error de prohibición indirecto. En este marco, hasta la reacción a “actitudes sospechosas”, “algunas formas de vestir”, “apariencias criminales”, etc., terminan siendo tramitadas como errores sobre la concurrencia de circunstancias propias de la justificante. Por esta vía se normalizan ciertas reacciones violentas como derivadas de situaciones en las que se hace inexigible un comportamiento conforme al derecho y se abren las puertas al derecho penal de autor con sus lógicas racistas y selectivas.

En vez de permutar los límites de las causales de justificación por criterios securitarios, lo que resulta acertado es una estricta diferenciación. La inseguridad ciudadana no es la ratio cognosendi de la antijuridicidad. La legítima defensa como causal de justificación es apenas una regla permisiva de algunas conductas típicas en el marco de la repulsa concomitante a afectaciones de carácter idóneo a bienes jurídicos protegidos por el Derecho Penal. Las eximentes de responsabilidad penal no pueden convertirse en patente de corso para maniobrar sensaciones de seguridad ciudadana.

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