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20 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 15 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Online

Símbolos punitivos y transición política en Colombia

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John Zuluaga

LL. M y Doctor en Derecho de la Georg-August-Universität Göttingen (Alemania)

Profesor asociado de la Universidad Sergio Arboleda

www.john-zuluaga.de

 

A la centralidad de la persecución penal en el sistema de justicia transicional colombiano presta un servicio de gran consideración el empoderamiento de símbolos típicamente característicos del poder punitivo que viene teniendo lugar en este sistema. Desde la más profunda tradición ordinaria de justicia penal, estos símbolos se han expandido sin solución de continuidad a la jurisdicción especial para la paz (JEP) y se han instalado para comenzar a determinar lo que ésta representa en materia de autoridad y orden.

 

De esta manera, el esquema judicial de transición se hace funcional a los juegos de poder y las tácticas punitivas que se cristalizan con el proceso penal y se expresan en sus respectivos símbolos. Así, por ejemplo, la toga fúnebre y, con ella, un cierto ethos sacerdotal que le hace el juego a un imaginario confesional de autoridad. Ni que decir de las salas de audiencia, donde en muchos pasajes se impone el autoritarismo por medio de la renuncia – a discreción de sus directores – a la publicidad, concentración e inmediación del acto comunicativo.

 

Que la JEP ceda a la itinerancia de los signos y hábitos del poder punitivo y se preste al juego de etiquetas entre la justicia penal ordinaria y la transicional contribuye, además, a una indeseable suspensión de la dialéctica con la superación de la violencia. A pesar de esto y del éxtasis punitivo que vive Colombia (con el empoderado reclamo de penas de muerte, cadenas perpetuas, imprescriptibilidad de la acción penal, destierros, linchamientos, castraciones químicas y otros suplicios), es necesario que la justicia transicional sea capaz de reconocer que el proceso penal también es una forma de violencia.

 

Sin duda, como escenario de imposición de pretensiones en cabeza del Estado y por medio de actos injerencistas en derechos fundamentales, al proceso penal le es connatural una violencia cualificada, institucional y sensiblemente simbólica. Concederle alguna funcionalidad a este tipo de violencia le extraería una importante maniobrabilidad a las condiciones que la justicia transicional plantea para la superación de las miserias del poder punitivo.

 

Al reforzamiento de este tipo de violencia también contribuyen las concesiones que se le hacen a pretensiones extrajudiciales en el cuerpo del dispositivo judicial. Así sucede, por ejemplo, con los empeños para que la JEP dé frutos en la consecución de verdad histórica, como lo reclaman algunos representantes de la cooperación internacional para el proceso de paz en Colombia. En este afán, se confunden los caminos para el logro de la verdad histórica y el sentido de ésta en un contexto de transición política.

 

Insistir en el reforzamiento de los dispositivos punitivos como tramitadores de verdad histórica minimiza lo que sería más relevante: el empoderamiento de las voces de las víctimas como presupuesto para levantar este tipo de narrativas (no judiciales). Por supuesto, de una idea de “voz” en sentido integral, que da cuenta tanto del testimonio oral como de los silencios en el relato, la confrontación emocional con el recuerdo, la corporización y las amplias gamas de representación del pasado. No se pueden banalizar los caminos para acercarse a la verdad histórica reduciéndolos a simple archivística judicial.

 

La JEP tiene la virtualidad de ser una jurisdicción orientada a valorar en perspectiva crítica el drama de la violencia en Colombia. La superación de ésta también debería pasar por el cuestionamiento de nuestro imaginario de orden judicial, donde se concreta un genuino despliegue de poder. El replanteamiento tendría que cruzar, incluso, por el sentido de normalidad de algunos símbolos punitivos con los que se reproduce el estado de cosas del sistema penal.

 

Además, la JEP no debería descuidar que no es un escenario para enaltecer la autoridad judicial, con sus egos y vanidades, sino, más allá de eso, debería ser el espacio para encumbrar las garantías del perseguido. Así se promocionaría un avance más importante sobre los históricos dramas del proceso penal en Colombia.

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