El futuro ya llegó (I)
Andrea Rocha Granados
Abogada de la Universidad de los Andes e investigadora en derechos humanos
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Tras la explosión de una de las tantas bombas que se detonan a diario en el mundo, un periodista entrevista al viceministro de información. El hombre atribuye la autoría de ese y otros atentados terroristas a una minoría que carece de espíritu deportivo. “No soportan ver ganar al prójimo -dice el funcionario-. No aceptan el juego”. El periodista le dice al entrevistado que mucha gente piensa que el ministerio de información se ha vuelto demasiado grande -cuesta el 7 % del PIB- a lo que el viceministro responde que entiende la preocupación de los contribuyentes y que, por tal motivo, se ha creado el sistema de cobros por obtención de información que consiste en que el individuo que sea detenido gracias a las labores de inteligencia pagará el costo del interrogatorio y de su estadía en prisión.
Paralelamente a la entrevista, un trabajador del ministerio lee varios reportes producidos por el sistema informativo. De repente se entretiene con una mosca que le molesta. La quiere matar, pero la tarea parece imposible. Sube al escritorio, intenta llegar al techo, hace una montaña con sillas y libros para alcanzarla hasta que finalmente la aplasta. La mosca cae inerte en la máquina de informes generando un cambio de una letra en un documento. El problema se genera justo donde figura el apellido del señor Tuttle, una de las personas espiadas por el ministerio. El error se vuelve fatal para el señor Buttle. Se trata de un hombre inocente que en principio había aceptado las reglas del juego. Pero termina siendo interrogado, detenido y embargado -y asesinado, aunque no se diga explícitamente- por un Estado que nunca reconocerá sus equivocaciones.
La escena que se acaba de contar da inicio a la película Brazil, el clásico film de Terry Gilliam. La película está inspirada en la obra de George Orwell, 1984, uno de los tantos libros abocados a las sociedades distópicas. Esa y otras novelas similares -como Un mundo feliz de Aldous Huxley o Fahrenheit 451 de Ray Bradbury- anticipan un futuro desolador: individuos dominados por un poder totalitario -estatal o privado o la mezcla de ambos-; palabras que son utilizadas de un modo muy distante del significado -de nuevo la posverdad y sus variantes generadoras de amnesia colectiva-; niveles de aparente felicidad personal soportados en medio de una profunda ignorancia de la realidad. Todas esas características tienen como denominador común la existencia de un sistema de inteligencia y manejo de la información absoluto que determina decisiones políticas que van desde la represión de sujetos considerados potencialmente peligrosos hasta el inicio de grandes conflictos bélicos.
Gracias a los recientes escándalos que involucran a agencias de inteligencia y a empresas de seguridad e información de diversos países, las obras que retratan sociedades distópicas, muchas de las cuales fueron escritas hace más de 50 años, han cobrado una renovada vigencia. Casos recientes como el de Cambridge Analytica -empresa privada que actuó con fines políticos- así como el del Comando Conjunto de Inteligencia en Colombia, pueden servir de buena excusa para indagar a fondo en el vínculo que existe entre seguridad, inteligencia, información, política y derechos humanos.
Para hacer el análisis no será necesario viajar al futuro o tener la imaginación de Orwell o Huxley. Bastará con observar lo que ha sucedido en un pasado no tan lejano. En Colombia, durante la vigencia del Estatuto de Seguridad Nacional, por ejemplo. O en el Cono Sur durante la implementación del Plan Cóndor. Esas experiencias indican que lo peor sucedió y volverá a suceder, si no se toma conciencia sobre la precariedad de la libertad. El nombre del juego, según el viceministro de la película Brazil, es información. ¿Cuáles son las reglas? La respuesta será desarrollada en la próxima columna.
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