Temas contemporáneos
¿Pueden las leyes exigir “idoneidad moral”?
20 de Septiembre de 2012
De acuerdo con lo informado por medios de comunicación en Colombia, se habría presentado en la Corte Constitucional una ponencia sobre el tema de adopción por parte de parejas homosexuales. Informan los medios que dicha ponencia apoya el requisito de “idoneidad moral” que habrían de demostrar los padres adoptantes. Para el ponente, los homosexuales carecerían de idoneidad moral, es decir, de capacidad y aptitud moral, y por tanto está bien excluirlos como posibles padres adoptantes. Esta tesis vino a ser defendida de manera muy entusiasta por el sacerdote jesuita y columnista de El Tiempo Alfonso Llano S. J., quien aplaudió el concepto sostenido en la ponencia y dio sus propios argumentos para afirmar la carencia de idoneidad moral en los homosexuales. No es este el lugar para opinar sobre las expresiones utilizadas por el columnista para referirse a los homosexuales: ellas serán materia de su propia reflexión de conciencia.
Pero este sí es el lugar para plantear una reflexión más profunda: ¿en qué medida, de qué manera, y con qué fundamento, puede exigirse en las leyes o en la Constitución un atributo como la “idoneidad moral”?
Algunos no verán problema en esto. La función de las leyes, nos dirán, es la de sostener unos valores que deben ser observados para garantizar el buen comportamiento de los miembros de una sociedad. Pero dicha respuesta no hace más que reformular la pregunta, y ofrecer un argumento circular: en rigor, lo que allí se está diciendo es que está bien que la ley ordene el cumplimiento de preceptos morales porque su función es hacer cumplir preceptos morales. Nada nuevo.
La dificultad de definición
Hay frente a este modo de razonar una objeción bastante sencilla: ¿quién define cuál es la moral y cuáles son sus preceptos? El sacerdote columnista antes mencionado habla desde la doctrina católica; quienes sostengan otras creencias religiosas enarbolarán otros fundamentos; otros preferirán no fundamentar su moral en una religión, y posiblemente ofrecerán preceptos diferentes. En principio, el término “idoneidad moral” podría hallar en una sociedad miles de definiciones, muchas diferentes, algunas contradictorias. No entraremos por ahora a discutir si esta es una manera correcta de abordar la ética. Baste por ahora mencionar el hecho de que hay diversidad de perspectivas morales para señalar la dificultad semántica del término “idoneidad moral”: ¿moral de acuerdo con cuál definición?, ¿moral de acuerdo con las creencias de quién? Insisto: no planteo aún más que una dificultad de definición, no es claro a qué se referiría una norma jurídica que exija un presupuesto de “idoneidad moral”.
Más allá de la semántica
La dificultad de definición no cesaría de ser un problema semántico si jamás saliera de las aulas de clase o de los salones de tertulia. Pero se convierte en un embrollo práctico cuando llega al escritorio de un juez, y más exactamente cuando entra en las páginas de un auto o una sentencia. Porque dichas páginas van acompañadas de poder imperativo y coercitivo del Estado. Introducir allí una noción de idoneidad moral, basada en unas ciertas creencias sobre lo que deben hacer los seres humanos, implicaría darle autoridad coactiva y tal vez punitiva a lo que no son más que creencias de una persona, o de un grupo de personas. Incluso si dicho grupo es mayoritario, elevar sus creencias religiosas o morales a ley podría verse como un acto de despotismo: ¿por qué han de someterse a ellas quienes tienen otras perspectivas de vida?, ¿por qué un católico habría de inclinarse ante las creencias de un evangélico, o un evangélico a las de un católico? El simple argumento de mayoría es inaceptable en una sociedad libre, abrirle las puertas implica dejar entrar numerosas formas de tiranía.
Se pone de presente así un hecho, tal vez el más básico y fundamental en el universo del Estado, del derecho y de las constituciones: en las sociedades, incluso en aquellas donde hay tendencias culturales más homogéneas, existe una diversidad de creencias sobre lo que es bueno y es malo. La verdadera inteligencia del estadista, del legislador y del juez consiste en ver este suceso desde arriba, y no desde uno de sus lados. Lo que suelen hacer los propagandistas morales, como el columnista arriba citado, es precisamente opinar desde uno de los lados de ese gran polígono, y tal juicio generalmente es una descalificación de todos los demás. Si reflexionaran de manera más serena se darían cuenta de que su proceder conduce a una sin salida: si yo tengo derecho a juzgar la diversidad moral opinando únicamente desde mi perspectiva y descalificando todas las otras, en principio no hay razón por la cual todos los demás no puedan hacer lo mismo. Tendríamos entonces una sociedad en permanente estado de guerra, donde cada cual sostiene la primacía de sus creencias y la necesaria exclusión de las demás. Esto es un proyecto inviable de construcción de comunidad.
La sabiduría de un estadista, de un legislador, y sin duda de un juez, consiste en ser capaz de ver el polígono de la sociedad desde arriba, percibirle en toda su forma como una figura de múltiples lados. Siendo consciente de que sus pronunciamientos incorporan la fuerza de las instituciones y su poder coactivo, resistiría a la tentación de decidir a favor de su propia perspectiva, y buscaría una fórmula que resuelva los problemas prácticos que se le hayan planteado. Las calidades para ser adoptante, por ejemplo, pueden ser fácilmente definidas desde ese punto de vista práctico: es objetivamente claro que el alcoholismo, la violencia, la drogadicción y la conducta criminal deberían excluir a una persona de dicha posibilidad; los daños que el niño puede sufrir en dichos casos no son materia de polémica moral, sino de constatación fáctica. Y en dicho caso no se incurre en la tentación despótica de darle fuerza de ley a las creencias personales del legislador o del juez.
¿Relativismo?
“Relativismo”, suelen gritar los propagandistas morales ante este argumento; no es cosa de extrañarse: al fin y al cabo, el propagandista moral tiene como misión imponer sus propios principios a todos los demás, y por ello ha de descalificar a quien haga notar el hecho de que otros piensan diferente.
Pero incurren también en un error filosófico: reconocer la existencia de diversas perspectivas morales no es relativismo, hay una fina diferencia, de aquella que el calor de las polémicas impide percibir a los propagandistas. El relativismo moral consiste en afirmar que lo bueno es aquello que cada individuo considere bueno, o que cada sociedad considere bueno. ¿Dónde está la fina diferencia? El relativismo sí tiene una respuesta clara a la pregunta “¿qué es lo bueno?” La respuesta es: “en cada caso, lo que usted, o él, o aquel, o aquellos consideren bueno”. La perspectiva pluralista aquí defendida no la tiene. ¿Por qué?
Porque el relativismo y el pluralismo están en órbitas diferentes: el relativismo es una cierta respuesta a los problemas y dilemas morales. El pluralismo es una respuesta a otro problema: al de cómo construir instituciones comunes para personas que creen cosas diferentes, partiendo de que la respuesta de imponer una creencia a todos los demás es inadmisible. Cosa que no implica la ausencia de toda ética común, porque la sociedad es precisamente un espacio común, y hay conductas cuyo impacto es claramente negativo en dicho espacio: matar a otros, robar los recursos públicos, impedir a otros el goce legítimo de sus derechos, etc.
No está mal que las leyes exijan requisitos de idoneidad en ciertos casos: si para pilotear un avión se exige haber hecho cursos y tomar exámenes, se está dando respuesta al problema práctico de cómo asegurar la vida de quienes viajarán en esa nave. Y sin duda ha de ser muy riguroso el examen que se practique a quienes deseen adoptar niños: ha de verificarse que sean personas capaces de darle cariño y educación, y que cuidarán de su integridad y no la dañarán ellos mismos. Y si alguna interpretación pueda darse a la expresión “idoneidad moral”, esta debería apuntar a conductas o prácticas cuyo daño objetivo sea constatable. No a creencias personales o religiosas sobre cuán correcta es una cierta opción de vida.
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