“Dialogar no significaba claudicar”
05 de Noviembre de 2013
Artículo publicado en la edición N° 189 de ÁMBITO JURÍDICO, que circuló del 7 al 20 de noviembre del 2005.
“No volví a hablar del palacio, porque no encontré nadie que quisiera hablar. La verdad es esa: nadie, empezando por la familia”
Por Darío Vanegas Leaño
“20 años después siento indignación… No había vuelto a sentir esa rabia reprimida que se me quedó por no poder seguir diciendo lo que quería decir”. Respira profundo y recompone el tono de la voz. “No volví a hablar del palacio, porque no encontré nadie que quisiera hablar. La verdad es esa: nadie, empezando por la familia”.
Hacía muchos años, Aydée Anzola, sobreviviente de la toma del Palacio de Justicia, no hablaba del holocausto. A las pocas semanas de los acontecimientos, cuando reapareció en la improvisada sede del Consejo de Estado, sintió que existía “algo así como un pacto de silencio”. Incluso, alguno de los consejeros le pidió que se callara. “Parecía que alguien quería cerrar la puerta a los comentarios que se estaban haciendo, para evitar complicaciones, vaya uno a saber de qué orden”.
Al Consejo de Estado había llegado en 1982. Era la primera mujer en el país que ocupaba esa posición. Estudió Derecho en la Universidad Libre de Colombia, centro educativo del que después fue profesora.
“El 6 de noviembre, llegué temprano al Palacio de Justicia, para adelantar trabajo, mientras me encontraba con Esmeralda Arboleda. Estábamos invitadas a almorzar en el Congreso de la República. En la Cámara, se discutía una ley que protegía la infancia y los derechos de la mujer y querían escucharnos. La toma comenzó a las 11:35 de la mañana”.
Resguardada de las balas en su oficina, en compañía de sus cinco empleados, escuchó en el radio cómo Reyes Echandía, desde un despacho similar al de ella, pedía el cese al fuego.
“Una de las cosas que me alcanzó a enfermar el alma es que el Presidente de la República no hubiera querido pasarle al teléfono a Reyes, al presidente de la cabeza de la Rama Judicial. Él solo pedía que mandaran a alguien para dialogar con los guerrilleros, a ver si podía llegarse a un arreglo”.
Permaneció en su oficina hasta que se lo permitió el fuego. “Caían llamas de los otros pisos y subían las de la planta baja, entonces comenzaron a saltar los vidrios de las ventanas de mi despacho”. En ese momento, ante la insistencia de sus empleados, salió de la oficina y se refugió en el baño.
“Ahí no había claudicación de ninguna clase, ahí lo que había era el ejercicio claro, espontáneo del Derecho de Gentes. En este episodio se violó el Derecho de Gentes. También se olvidaron las normas constitucionales que ordenan velar por la vida, honra y bienes de los asociados”.
Almarales era el guerrillero que custodiaba los rehenes en el baño. Hacía algunos años, cuando Aydée era jueza y él, patinador, habían intercambiado algunas frases. “En el baño sentí lo que era una verdadera guerra. Hasta allá llegó un guerrillero mutilado, sin una pierna. Gritó para que lo dejáramos sentar. Yo estaba sobre uno de los sanitarios y él se recostó en el suelo, contra mí. Cuando sintió el estertor de la muerte, se volteó, agarró mis piernas y murió”.
“20 años después sigo pensando que se ha debido dialogar, dialogar no significa claudicar. Se creyó que si se dialogaba con el M-19 podían trepidar los cimientos de todo un Estado, pero eso no hubiera pasado. Era posible dialogar y, en primer lugar, ordenar un cese al fuego, para que los magistrados, funcionarios y empleados no hubieran sido sacrificados”.
Desde la madrugada del 7 de noviembre, los guerrilleros les ordenaron a algunos rehenes asomarse al corredor que daba acceso al baño. Cada vez que la intensidad de la batalla disminuyera, deberían gritar que eran consejeros o magistrados y pedir que suspendieran el operativo y los dejaran salir.
“Yo alcanzo a pensar que en este país, el día de la toma, hubo un vacío de gobierno y mientras tanto las personas encargadas de contrarrestar esa toma sangrienta obraron como consideraron que debían obrar”.
“Me tocó el turno, grité duro mi nombre y cargo, no iba ni siquiera en la mitad de lo que pensaba decir para conmover a los soldados, cuando comenzaron a disparar de abajo hacia arriba. La angustia fue tan grande que yo me quedé petrificada”. Ante la parálisis de la consejera, uno de los captores la tumbó al suelo de una patada.
“Yo no me pongo a estas horas de la vida a decir que ha debido juzgarse al Presidente y a sus ministros, pero lo que no comparto es la teoría que en esos días se puso en boga. Todos estuvieron de acuerdo con la teoría según la cual los actos que realiza la cabeza del Estado bajo circunstancias como las del Palacio de Justicia son actos de poder y no pueden juzgarse ni calificarse. Según ellos, el Gobierno estaba autorizado para tomar todas aquellas medidas que considerara convenientes para evitar que no se siguiera extendiendo en el tiempo la toma, sin que la actitud del Presidente pudiera ser juzgada”.
Al mediodía del 7 de noviembre, cuando la casi totalidad del Palacio había sido ocupada por el Ejército, Almarales dio la orden de dejar salir a las mujeres. Aydée Anzola encabezó la fila. “Cuando salí quise despedirme del magistrado Gaona, llegué al corredorcito y él ya estaba muerto... yo no me di cuenta de a qué horas lo mataron”. Dos soldados la recibieron en las escaleras y, sujetándola de los brazos, salieron hacia la Casa del Florero.
“En una democracia, en un país que se precie de haber sido siempre una democracia, como el nuestro, es imposible que yo como abogada pueda aceptar esa teoría. La gente que sabe para qué es el Derecho o que ha vivido en Estados de derecho no la acepta. Como yo estoy convencida de que nací y voy a morir en un Estado de derecho, entonces creo que las leyes, especialmente la Constitución, en cuanto se refiere a la defensa de las personas, debe respetarse. Y está primero la defensa de las personas que de las instituciones”.
Aydée Anzola entiende por qué su familia no quiere hablar del palacio. Al fin y al cabo, allí desapareció Gloria, su sobrina. Además, “ellos creen que esos recuerdos me hacen daño”. Lo que Aydée Anzola no entiende es por qué el país no ha querido hablar del holocausto. “La sociedad colombiana, los intelectuales, los universitarios perdieron completamente la capacidad crítica frente a este tema. Les dio miedo, se metieron en un caparazón. Lo que me da dolor, 20 años después, es esa capa de olvido tan gruesa, ese silencio que nadie quiere romper”.
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