El traje nuevo del emperador: el autoengaño colectivo acerca de la fiabilidad de la prueba testimonial
A pesar de ser frecuentemente empleada, la prueba testimonial adolece de profundos problemas como fuente de información epistémicamente fiable.
27 de Mayo de 2025
Juan Felipe Parra Rosas
Profesor de cátedra en las universidades de los Andes y del Rosario
Nadie quiere admitir que el emperador está desnudo[1]. Nadie quiere admitir que la mal llamada “prueba reina del proceso penal” no tiene el valor epistémico que todo el mundo siempre asumió que tenía, y, lo que es peor, no es valorada correctamente en muchas decisiones judiciales. Sí, me refiero a la prueba testimonial.
Recordemos que la motivación de las decisiones judiciales no es una simple formalidad, sino el mecanismo racional que permite controlar la corrección de la decisión. Por ende, la utilización de expresiones vagas como “el testimonio fue claro”, “la prueba fue contundente”, “la declaración resultó convincente” o “el relato generó certeza” no pueden reemplazar un análisis riguroso de la prueba testimonial que debe reflejarse en la motivación del fallo.
A pesar de ser frecuentemente empleada, la prueba testimonial adolece de profundos problemas como fuente de información epistémicamente fiable. La memoria humana no funciona como una grabación que reproduce hechos pasados con fidelidad. Por el contrario, se reconstruye, se contamina y se altera con el paso del tiempo. Estudios empíricos en psicología del testimonio han demostrado que los recuerdos se reconfiguran activamente bajo múltiples influencias: cognitivas, contextuales, emocionales y sociales. A ello se suman los factores de contaminación derivados de prácticas deficientes de entrevista (especialmente aquellas que emplean técnicas sugestivas) o los motivos de parcialidad, conscientes o no, que puede tener el testigo.
En este entendido, resulta inaceptable, al menos desde una concepción racional de la prueba, que se pretenda entender a la prueba testimonial con sus inherentes problemas de fiabilidad como una base probatoria autosuficiente para afirmar la verdad de un hecho y menos para “motivar” una sentencia condenatoria. El problema radica en que muchas decisiones judiciales omiten este análisis y recurren a fórmulas lingüísticas y frases artificiosamente complejas que funcionan a manera de punchlines para enmascarar la ausencia de justificación de la decisión.
La pregunta que deberían hacerse los operadores judiciales (incluyo a defensores, fiscales y jueces) no es “¿le creo o no le creo al testigo?” sino “¿ese testigo está corroborado o no?”. No basta con que el testimonio sea verosímil, espontáneo o que tenga coherencia intrínseca. Para que ese testigo sea mínimamente fiable, debe estar corroborado externamente.
Despojar al testimonio de su aura de infalibilidad no implica desconocer su utilidad procesal, sino situarlo en su lugar epistémico correcto: como una fuente que, por su
propia naturaleza, exige un ejercicio riguroso de corroboración externa.
Mientras sigamos aplaudiendo al emperador desnudo, seguiremos confundiendo
verosimilitud con verdad y convicción por prueba.
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[1] Referencia al cuento El traje nuevo del emperador de Hans Christian Andersen.
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