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¿Deberían los animales tener derechos laborales?

La inmensa mayoría de situaciones en las que los seres humanos usamos a otros animales no puede ni debería ser entendida como una relación laboral.
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08 de Mayo de 2025

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Ricardo Díaz Alarcón
Abogado de la Universidad de los Andes, especialista en Derecho Ambiental de la Universidad del Rosario y magíster en Derecho (LL. M.) de la Universidad de Harvard (EE. UU)

Cada 1º de mayo se conmemoran en Colombia y en la mayoría de los países del mundo las luchas históricas por el reconocimiento y la reivindicación de los derechos de los trabajadores. Se trata de una fecha emblemática, especialmente para los movimientos sociales y sindicales, que recuerda los esfuerzos colectivos por alcanzar condiciones laborales dignas. Históricamente, sin embargo, este movimiento ha dejado de lado a un inmenso grupo, cuya contribución no reconocida ni remunerada ha sido fundamental en la construcción de las sociedades en las que vivimos: los animales de especies distintas a la humana.

Tradicionalmente, los animales no han sido vistos como sujetos con valor inherente, sino como instrumentos o herramientas: para transportar personas o carga, pastorear otros animales, mover vehículos o arar la tierra. En el caso colombiano, por mencionar dos ejemplos, también han sido usados como medios militares, como en el caso de los perros antiexplosivos, o como herramientas de búsqueda y rescate, como Wilson, el perro que participó en la búsqueda de los niños que sobrevivieron a un accidente aéreo en el Guaviare y que nunca regresó.

Pero, por supuesto, los animales no son objetos. Como los seres humanos, tienen sus propias vidas, intenciones y preferencias, y sienten las mismas emociones que nosotros, como alegría, compasión, frustración, agotamiento o miedo. A diferencia de cualquier herramienta, tienen la capacidad de resistirse a ser empleados y a menudo lo hacen. Como explica Jason Hribal en Los animales son parte de la clase trabajadora, esta resistencia puede ser violenta –en forma de picoteos, mordidas o patadas– o no violenta –como simular ignorancia o disminuir la velocidad para negarse a trabajar, robar en secreto o fugarse–.

En ese contexto, ¿podría el reconocimiento de derechos laborales para los animales ser una solución para protegerlos?

Ley Lorenzo: el caso de los perros de seguridad

El pasado mes de abril, se promulgó la Ley 2454 de 2025, también llamada Ley Lorenzo, que introduce nuevas medidas de protección para los perros usados en seguridad y vigilancia. En cierto sentido, esta ley funciona como una garantía “laboral” para los animales: ahora, las empresas que usen perros en servicios de seguridad deberán garantizarles tiempos mínimos de descanso y esparcimiento por fuera de su lugar de trabajo, alimentos adecuados, caniles individuales cómodos, seguros y enriquecidos, y atención veterinaria oportuna.

Además, las empresas de vigilancia deben tener un plan de retiro para todos sus animales, que puede incluir la entrega en adopción. Cuando esta no sea posible, la empresa deberá garantizar el cuidado, el sustento y el albergue del animal hasta su fallecimiento, así como reservar los recursos necesarios para tal fin.

La ley establece, adicionalmente, que quienes contraten servicios de seguridad y vigilancia con perros serán corresponsables de los animales. Esto significa, por ejemplo, que entidades que usan perros, como centros comerciales o universidades, no podrán alegar –como lo han hecho algunas veces– que el cuidado del animal es responsabilidad exclusiva de la empresa de seguridad privada, y podrían ser sancionadas si llevan a cabo o toleran actos constitutivos de maltrato.

En suma, la ley establece protecciones contra el maltrato, la explotación y la falta de condiciones laborales dignas, garantiza mecanismos para que el Estado investigue y sancione estas situaciones, y hasta provee lo que podría considerarse una forma de garantía “pensional” privada para los perros, al exigirles a las empresas garantizar su cuidado y sustento tras el retiro.

¿Trabajadores o esclavos?

La inmensa mayoría de situaciones en las que los seres humanos usamos a otros animales no puede ni debería ser entendida como una relación laboral. A diferencia de los trabajadores humanos, los animales usados como fuerza de trabajo no han dado un consentimiento completo o, incluso, se resisten activamente a ser utilizados. En general, su participación no es voluntaria, ni está mediada por negociaciones o acuerdos, sino impuesta por la fuerza, a menudo mediante la violencia.

En ese sentido, la mayoría de los animales no deben ser entendidos como trabajadores, sino como seres esclavizados. Para ellos, el trabajo no representa una fuente de sustento ni una vía de realización personal, sino una imposición que trae agotamiento, dolor, privación y muerte. En la industria alimentaria, es común recurrir a estrategias publicitarias que engañosamente presentan a los animales como si participaran gustosamente de su propia explotación. Por ejemplo, en una publicación de la Asociación Nacional de Productores de Leche en Colombia, se representa a una vaca con un portafolio, como si saliera a trabajar, y se destaca que recibe agua y comida a cambio.

En realidad, las vacas usadas en la industria de la leche son forzadas a parir continuamente para mantener la producción, son separadas de sus crías poco después del parto –lo que trae inmenso sufrimiento emocional–, explotadas hasta el agotamiento –lo cual desencadena infecciones y otras enfermedades graves y dolorosas– y, finalmente, enviadas al matadero cuando dejan de ser “productivas”. En ese contexto, representar a una vaca como si fuera una trabajadora no solo es inexacto, sino ofensivo.

Algunos académicos han señalado que, en algunos casos limitados y específicos, los animales disfrutan realizar ciertas actividades, que además les permiten ejercer una variedad de habilidades, desarrollar su propia agencia y ser estimados como parte de una comunidad. En estos casos limitados, reconocer esas actividades como trabajo podría ser beneficioso tanto para ellos como para los seres humanos. Por ejemplo, podría argumentarse que algunos perros de apoyo para personas con discapacidad disfrutan del vínculo que establecen con sus compañeros humanos, ejercen diferentes actividades cognitivas y emocionales durante su labor, y reciben cuidado, reconocimiento y estabilidad a cambio. Pero este tipo de situaciones son la excepción y no la regla.

Los derechos como medios para la prohibición

En el caso de los perros usados en servicios de seguridad y vigilancia, las protecciones establecidas en la Ley Lorenzo sin duda los benefician y constituyen un avance histórico en su protección, que además demuestran un cambio en la sensibilidad social y el respeto por los animales.

Sin embargo, estas protecciones deberían entenderse como medidas temporales. Incluso bajo mejores condiciones, estos animales a menudo enfrentan ambientes hostiles y situaciones de riesgo, pasan la mayor parte de sus días en caniles o restringidos mediante traíllas y bozales, y, en general, son tratados como recursos funcionales que dejan de ser valorados una vez dejan de ser “útiles”. Además, pasan toda su vida o una parte significativa de ella sin conocer un hogar y sin el vínculo afectivo de una familia.

El uso de perros en servicios de seguridad y vigilancia –en particular en la modalidad de defensa controlada, que consiste en el patrullaje y el ataque– no solo es reemplazable por otras tecnologías más efectivas, sino que en muchos casos es innecesario. Por eso, la Ley Lorenzo le ordena al Gobierno promover “programas de desarrollo programas y proyectos” que permitan reemplazar progresivamente a los perros usados en la especialidad de defensa controlada.

Tal vez los “derechos laborales” para estos y otros animales no son fines, sino medios para garantizar protecciones transitorias, mientras alcanzamos un futuro en el que dejemos de usarlos.

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