El mayor riesgo es el “sálvese quien pueda"
26 de Marzo de 2020
Édgar Hernán Fuentes-Contreras
Director de Derecho Público Universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano
Miembro Instituto Internacional de Derechos Humanos - Capítulo Colombia
En tiempos del SARS-CoV-2, causante de lo que se conoce como la enfermedad del covid-19 o popularmente “coronavirus”, empiezan a crearse avales literarios de tipo alarmistas, no solo frente a la propagación, sino a las actuaciones de los Estados –aunque alguno necesariamente exagerados-, y ante la masificación de la información, ya es posible diagnosticar que los diálogos constitucionales (académicos o no) transitaron de lo anecdótico a lo recurrente, fortalecidos, por ejemplo para Colombia, por la declaración del estado de emergencia económica, social y ecológica, mediante el Decreto 417 del 17 de marzo del 2020, y los posteriores decretos legislativos de medidas que se han empezado a producir.
Justamente, en un contexto como el de Colombia, donde el estado de excepción, históricamente, no ha sido tan excepcional, su declaración se traduce en poner en riesgo el diagrama ideológico del contrato social y su apuesta instrumental sobre el Estado. Pese a los reconocimientos constitucionales en favor del Estado que posibilitan ciertas competencias exorbitantes para estabilizar una urgencia, no deja en el aire que el órgano de representación popular, por excelencia, es decir, el legislador general ve reducir su actuar. En otros términos, dicha medida es una validación a la limitación a lo democrático.
Por ello, y por las experiencias históricas propias y comparadas, estas medidas suelen valorarse como propias de estructuras autocráticas y hostiles a los derechos constitucionales. De allí que, a hoy, los controles constitucionales y el ejercicio de control político no son ni optativos ni intrascendentes, sino que son el modo de garantizar la supremacía, supralegalidad e integridad de la Constitución. Por esta razón, el funcionamiento que ha predicho tanto la Corte Constitucional como el Consejo de Estado, en control automático de las normas con fuerza de ley y de carácter administrativo, respectivamente, dan, por lo menos, un equilibrio deseable en perspectiva jurídica.
Sin embargo, en un panorama donde se globalizan incluso las enfermedades y los métodos de los diferentes países para controlar la propagación, las “buenas ideas” para menguar el crecimiento exponencial de los casos van más allá de lo jurídico del estado de emergencia. El virus enseñó cosas que ya se sabían: la brecha social, la incapacidad de muchas de las políticas públicas, la fragilidad de la economía, entre otras, mientras, de igual forma, sacó a flote otras que no se querían ni tan siquiera reconocer: hemos equivocado el propósito de lo colectivo, solo que no exclusivamente en lo económico.
En un ámbito donde lo notorio suele ser siempre descartado, pareciera que se educa para no estar en sociedad: donde la “malicia” y la “astucia” son virtudes, “golpear, si me golpean”, “aprovechar si no me ven”, “no dejarme de los demás” se convierten en las directrices recurrentes, que se adhieren al inconsciente y favorecen después a procesos mancomunados, bajo la ansiedad de alcanzar una meta.
Como consecuencia, se ha forjado una sociedad asocial, en ocasiones sociópata, y que favorece la individualidad; en donde se olvidan aspectos como los deberes de la ciudadanía y su importancia para el quehacer cívico, pasando, igualmente, a un segundo plano la solidaridad como principio constitucional.
Aunque de forma reducida y más vinculado a la salud, seguridad social y economía, el texto constitucional emplea en 10 ocasiones el término “solidario(a)” o “solidaridad”, al tiempo que cuenta con una frecuencia aproximada de 0,6 del vocablo “deber(es)” respecto a la palabra “derecho(s)”, pero más allá de todo el análisis que se podría hacer frente a una teoría de los deberes fundamentales, es indudable que a hoy es necesario exaltar, incluso para los controles normativos que harán los tribunales, lo consignado en el artículo 95, al rezar: “[…] Son deberes de la persona y del ciudadano: […] 2. Obrar conforme al principio de solidaridad social, respondiendo con acciones humanitarias ante situaciones que pongan en peligro la vida o la salud de las personas”.
La comprensión desde noción de eficacia del derecho hace, entonces, que dicha formulación esté lejos de ser una sugerencia constitucional o simple modelo de “buena” ciudadanía. Instaurada en la norma de normas y como principio de interacción política y social, la interpretación sistémica de esta consignación debe optar, en tiempos como los actuales, por una sociedad comprometida con los otros: donde se razonen las fobias desmesuradas ante el Estado y la producción normativa, dado que son ellas las que magnifica la imaginación para hacer, en muchos casos, actos ajenos a la ley, sin ser ilegales. Y es que, si la función del Derecho es la perduración de la sociedad, su evasión se vuelve un ejercicio autodestructivo que ve como forastero a la responsabilidad.
Así las cosas, y ante la pandemia como una nueva convocatoria para que se adopte de forma distinta la narrativa y práctica social, no es la vacilación jurídica ni las medidas que se tomen las que más nos ponen en riesgo. [Porque al final, las “buenas medidas” son aquellas que funcionan, solo que no siempre se saben por anticipado, por más planificación y buena fe que se tenga], sino esa visión que nos hemos acostumbrado como ciudadanía del “sálvese quien pueda”, que como decía Ernesto Sábato -en estos tiempos de citaciones a escritores argentinos- “no sólo es inmoral, sino que tampoco alcanza”.
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