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24 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 6 horas | ISSN: 2805-6396

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Especiales / Informe


La colusión: el fantasma en los procesos de contratación pública

19 de Julio de 2022

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Nota:
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Imagen
contratacion-publica(Shutterstock)

Jesus-David-Diaz
Jesús David Díaz Campos
Magíster en Contratación Estatal
Director General de ARCA Business & Projects

 

Si bien la Constitución Política consagra la libertad de actividad económica y asigna al Estado la función de impedir las restricciones a la libertad económica y evitar cualquier abuso de la posición dominante en el mercado, quienes trabajamos en actividades propias de la contratación estatal nos vemos enfrentados a un enemigo silencioso, del que todos conocen su existencia, pero que es muy difícil desenmascarar.

 

Pero iniciemos este análisis dando un breve recorrido por la Carta Magna. Tal como se mencionó, el constituyente, con el ánimo de incentivar la libertad económica, dispuso en el artículo 333: “La actividad económica y la iniciativa privada son libres, dentro de los límites del bien común. Para su ejercicio, nadie podrá exigir permisos previos ni requisitos, sin autorización de la ley. La libre competencia económica es un derecho de todos que supone responsabilidades. La empresa, como base del desarrollo, tiene una función social que implica obligaciones. El Estado fortalecerá las organizaciones solidarias y estimulará el desarrollo empresarial. El Estado, por mandato de la ley, impedirá que se obstruya o se restrinja la libertad económica y evitará o controlará cualquier abuso que personas o empresas hagan de su posición dominante en el mercado nacional. La ley delimitará el alcance de la libertad económica cuando así lo exijan el interés social, el ambiente y el patrimonio cultural de la nación”.

 

Respaldo constitucional

 

En este contexto, el artículo 334 de la Carta Política, modificado mediante el Acto Legislativo 03 del 2011, da facultades al Estado para la intervención en la economía, en un marco de sostenibilidad fiscal como principal instrumento para alcanzar, de manera progresiva, los objetivos del Estado social de derecho y lograr el mejoramiento de la calidad de vida de los habitantes, la distribución equitativa de las oportunidades y los beneficios del desarrollo y la preservación de un ambiente sano.

 

Así las cosas, y tal como lo establece la Sentencia C-449 de 1992 de la Corte Constitucional, “Dentro de la misma finalidad, el Estado cuenta con instrumentos apropiados para alcanzar esos fines a través del ejercicio de la autonomía para contratar que detenta. De esta forma, los contratos de la administración pública no constituyen por sí mismos una finalidad, sino que representan un medio para ‘... la adquisición de bienes y servicios tendientes a lograr los fines del Estado en forma legal, armónica y eficaz...’”.

 

Con base en este contexto, es posible establecer una relación recíproca, pero defectuosa, entre el Estado y su función como proveedor de bienes y servicios a sus nacionales, y el mercado, caracterizado, tal como se ha mencionado, por la libertad económica y de competencia. Esta relación podría resumirse de la siguiente manera:

 

Por un lado, el Estado, mediante el sistema de compras públicas, busca satisfacer las necesidades de sus nacionales, a través de la selección de las mejores ofertas en términos de precio, calidad e innovación de los bienes o servicios, selección que se da en medio de un proceso en donde la libertad de empresa, de economía y de competencia son los pilares que garantizan el desarrollo de la economía. Por otra parte, los actores del mercado, quienes, en la búsqueda de beneficios particulares, generan figuras que van en contravía de la tan anhelada libertad económica.

 

Los carteles

 

En efecto, aunque no es posible generalizar este tipo de conductas, es bien sabido que, durante los últimos años, se han incrementado las noticias relacionadas con los denominados “carteles”, los cuales no son más que la materialización de maniobras defraudatorias que atentan contra la seguridad jurídica y las garantías que, finalmente, debe ofrecer la libre competencia. No es más que una de las formas de la colusión.

 

Navegando un poco por la semántica, y de conformidad con la definición del Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, la colusión es el “Pacto ilícito en daño a tercero”. Esta definición fue recogida en el numeral 1º del artículo 45 del Decreto 2153 de 1992, el cual establece que es un “contrato, convenio, concertación, práctica concertada o conscientemente paralela entre dos o más empresas”. Entonces, hablar de colusión es hablar de afectación a la libre competencia mediante la celebración de acuerdos que, sin duda, son una forma de corrupción que afecta la posibilidad del Estado de escoger al mejor oferente.

 

La modalidad de los denominados “carteles” no es la única manera en que el fantasma de la colusión busca permear los procesos de contratación estatal y la libre competencia económica. Contrario a lo que podría pensarse, las maniobras pueden llegar a ser tan sofisticadas, que incluyen modelaciones matemáticas, teoría de juegos y otras herramientas tecnológicas que hacen aún más complicada su detección.

 

Sin embargo, el problema real no radica solamente en la detección temprana de los actos colusorios, lo cual, sin lugar a dudas, sería lo ideal, sino que va más allá, llegando al punto de evidenciar un Estado minimizado, insuficiente y hasta cómplice frente a este tipo de prácticas.

 

Sanción legal

 

En este sentido y de acuerdo con lo establecido en la legislación, la colusión es un acuerdo anticompetitivo sancionado por el Decreto 2153 de 1992, numeral 9º del artículo 47 (vía jurisdiccional) y, más recientemente, por la Ley 1474 del 2011 (Estatuto Anticorrupción, acción penal y civil de responsabilidad por competencia desleal), que prohíbe los acuerdos que se presentan entre los oferentes para coludir en las licitaciones, o los que tengan como efecto la distribución de adjudicaciones de contratos, distribución de concursos o fijación de términos de propuestas. Estas conductas son sancionables por la Superintendencia de Industria y Comercio (SIC), que, de acuerdo con la Ley 1340 del 2009, modificatoria del Decreto 2153, podrá imponer sanciones pecuniarias por incurrir en estas prácticas restrictivas entre 2.000 y 100.000 salarios mínimos legales mensuales vigentes, para personas naturales y jurídicas.

 

Si bien las investigaciones de tipo administrativo y penal están en cabeza de la SIC y de la Fiscalía General de la Nación, respectivamente, no es menos cierto que este tipo de actuaciones ilegales no dejan un rastro fácilmente rastreable a la hora de recopilar las pruebas. De igual manera, a pesar de ser evidente la colusión en algún proceso de contratación estatal, esta no es causal para rechazar a quienes se ven inmersos en esta práctica. En este caso, la entidad estatal deberá informar a la SIC, que será la encargada de proceder con la investigación y, en caso de determinarlo, proferir sanciones, las cuales pueden llegar tarde, cuando los coludidos hayan ganado los procesos licitatorios.

 

Triple efecto

 

Este tipo de retrasos en las investigaciones y sanciones genera un triple efecto, por demás macabro: (i) los empresarios honestos y competitivos terminan quebrándose o marginalizándose de los procesos de contratación estatal, porque no pueden competir contra la tenaza de los coludidos; (ii) la ciudadanía termina padeciendo la mala calidad y los sobreprecios en los bienes y servicios, y (iii) las distorsiones de dichos mercados se traducen en sobrecostos del funcionamiento estatal que, al final, terminan pagando los contribuyentes.

 

Ahora bien, a pesar de que el Estado ha realizado importantes esfuerzos para fomentar la transparencia y la pluralidad de oferentes en los procesos de contratación pública, como los pliegos tipo, estos todavía se quedan cortos frente a las prácticas colusorias.

 

Es así como este fantasma que viene tomando mayor fuerza en los procesos de contratación estatal y afectando, sin duda, la libre competencia económica, y del cual los operadores jurídicos de los entes estatales, los proponentes y demás intervinientes conocen de su existencia y su modus operandi, continua y continuará siendo utilizado por agentes inescrupulosos, quienes encuentran en la paquidermia estatal su mejor alimento.

 

Finalmente, y ante un escenario poco alentador, es hora de evidenciar este tema, de pensar posibles soluciones o mecanismos que permitan mitigar los efectos devastadores de la colusión. Pensar en herramientas de apoyo tecnológico, en el fortalecimiento institucional, en la generación de canales efectivos de denuncia de este tipo de actos son algunas ideas que dejo como abrebocas para futuras discusiones.

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