¿Qué hacemos con la elección de los magistrados de la Corte Constitucional?
¿El actual sistema de elección de magistrados de la Corte Constitucional realmente garantiza su autonomía en la toma de decisiones?Openx [71](300x120)

10 de Septiembre de 2025
Camilo Andrés Espinosa Jaramillo
Abogado, magíster en Derecho, Gobierno y Gestión de la Justicia
Especialista en Derecho Constitucional y en Derecho Administrativo
La semana pasada ocurrieron dos eventos importantes que deberían obligarnos a reflexionar sobre el futuro de la administración de justicia. El primero, pasó un poco desapercibido en Colombia, pero no en nuestro vecino país del norte: el lunes, tomó juramento y se posesionó la primera Suprema Corte de la Nación mexicana elegida popularmente. Definitivamente, no se trata de un asunto menor, en la medida en que marca un nuevo hito para las sociedades occidentales en las que, por regla general, los jueces no se eligen de esta manera. En todo caso, en los países que permiten la elección popular de algunos jueces, lo prevén para instancias de menor categoría, nunca para la máxima autoridad judicial o para tribunales de cierre jurisdiccional.
El segundo evento, captó la atención de la prensa y de la opinión pública en Colombia durante toda la semana: la elección de un nuevo(a) magistrado(a) de la Corte Constitucional, la instancia judicial más alta en nuestro país. Por lo tanto, la más poderosa, con capacidad de dejar sin efectos las decisiones de todos los jueces de la República, incluidas las de otras cortes, como el Consejo de Estado y la Corte Suprema de Justicia.
Ambos sucesos guardan relación. Lo ocurrido en México tiene a los ojos del mundo expectantes sobre lo que podría ocurrir con ese experimento. Desde la academia y algunos sectores de la opinión pública y de la sociedad civil, se ha manifestado preocupación por la posible afectación de la autonomía judicial. Esto, bajo la idea de que los jueces verán mermada su independencia para decidir los casos que son de su conocimiento bajo consideraciones estrictamente jurídicas y, por el contrario, sus providencias podrían estar encaminadas a simpatizar con sus electores en pro de su reelección en el cargo, lo que podría traer graves consecuencias en materia de seguridad jurídica y de confianza en el derecho y en las instituciones. Se trata entonces de un escenario complejo para la administración de justicia que podría salir bien o podría salir muy mal.
Sin embargo, es importante preguntarnos por qué nuestros vecinos llegaron hasta este escenario de elección de sus jueces. Se trata de una reforma del partido de gobierno bajo la idea de una presunta cooptación de la justicia por parte de las élites políticas y económicas que, a su juicio, convirtió a la Suprema Corte y a otros tribunales en instancias judiciales con intereses adversos a los del pueblo. Un discurso que, sin duda alguna, tuvo eco en las masas populares que, lejos de entender cómo funciona el sistema de frenos y contrapesos, terminaron avalando la reforma.
Es en este punto en donde lo ocurrido en México se entrelaza con lo sucedido la semana pasada en Colombia. En nuestro caso, el Senado de la República eligió como nuevo magistrado de la Corte Constitucional al candidato con el perfil más político, en medio de graves denuncias por presuntas prácticas de clientelismo que comprometen a diferentes instituciones. La elección causó un gran debate en la opinión pública y el sistema de elección de estos magistrados volvió a estar a la orden de la discusión.
En el marco de este contexto vale preguntarse: ¿el actual sistema de elección de magistrados de la Corte Constitucional realmente garantiza su autonomía en la toma de decisiones? En ese sentido, ¿cuáles son las bondades de ese sistema de elección que nos diferencian de nuestros vecinos mexicanos? En ambos casos parece que el mérito y las calidades jurídicas sobresalientes ya no son una prioridad, aunque, al menos en Colombia, sí lo fue por muchos años. No en vano, por nuestro tribunal constitucional han pasado muchos juristas excelsos cuyas reflexiones contribuyeron a transformar positivamente nuestra sociedad. Pero es claro que el panorama ha cambiado y que se hace necesario una reforma.
Para concluir estas líneas, cuyo propósito –por el momento– es estrictamente reflexivo y no propositivo, es importante mencionar que los escenarios a los que se ha hecho referencia difieren profundamente en algo: el modelo mexicano deja la decisión de elección en el pueblo, a veces fácilmente manipulable, mientras que el modelo colombiano lo deja en manos de las élites políticas, que no necesariamente coincide con la élite intelectual ¿cuál será menos peor?
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