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Política y justicia: alarmantes enredos de Occidente

Las fricciones entre el poder judicial y los otros dos poderes son un fenómeno familiar.

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Política y justicia: nuevos enredos de Occidente

16 de Junio de 2025

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Matthias Herdegen
Profesor de derecho internacional y constitucional en la Universidad de Bonn

El más exhaustivo control posible, que se ejerce a través del poder judicial a las decisiones políticas de Gobierno y Parlamento, forma parte, en cierto sentido, del ADN del Estado constitucional moderno. Las fricciones entre el poder judicial y los otros dos poderes son un fenómeno familiar. En el mejor de los casos, señalan un equilibrio de poder que funciona y no una disfuncionalidad del orden constitucional. Pero en el mundo occidental, los últimos acontecimientos nos obligan a reflexionar de nuevo sobre la separación de poderes. A menudo consternan los intentos excesivamente forzados del poder ejecutivo por transformar todos los ámbitos posibles de la política y la vida pública en una determinada dirección, casi con fuerza bruta, sin el más mínimo respeto a la normativa, convirtiendo así al Gobierno en el centro absoluto del poder.

A la vanguardia de esto, se encuentran los esfuerzos del presidente estadounidense Trump en su segundo mandato por remodelar el sistema legal extralimitando sus propios poderes. Esto incluye socavar el sistema institucional, incluso cuando este se basa en una ley, intervenir en la autonomía de las universidades privadas y acabar con mecanismos establecidos para la equiparación de determinados grupos de población. Los constitucionalistas tradicionalistas se preguntan cómo puede suceder todo esto sin sólida base legal.

Recientemente, sin embargo, los tribunales federales estadounidenses han situado el poder presidencial dentro de los límites de la ley y la Constitución, por ejemplo, al frenar el desmantelamiento de agencias del gobierno y la deportación de inmigrantes a una prisión en El Salvador con condiciones carcelarias draconianas. Registramos la contención judicial de la política aduanera caprichosa, que el gobierno estadounidense ha basado en cláusulas de emergencia muy restrictivas. Recordamos aquí la frase de Alexander Hamilton en los “Federalist Papers”, según la cual el poder judicial como la rama “menos peligrosa” es la última autoridad a interpretar la Constitución y el garante idóneo tanto de la separación de poderes como de la protección contra la arbitrariedad estatal.

Las tendencias hacia una monopolización de toda la vida política por parte del Ejecutivo también son observables en algunos lugares de América Latina. Cada vez que se vislumbra que una Corte Suprema o una Corte Constitucional podría no avalar un acto normativo de determinado proyecto político o el Congreso se muestra recalcitrante, el Gobierno contrapone la supuesta “legitimidad” de la iniciativa a la legalidad constitucional. Algo similar le sucede al Congreso cuando se muestra dispuesto a despejar el camino para una enmienda constitucional o se opone de otro modo a un proyecto gubernamental importante. Entonces no solo existe la amenaza de una reprimenda verbal por falta de obediencia, sino también un llamamiento a la calle, que con bastante frecuencia desemboca en violencia y destrucción de infraestructuras, propiedad privada e instituciones estatales. También en este caso hay paralelos alarmantes con el llamamiento a la turba que ha sacudido la democracia de EE UU con el asalto al Capitolio hasta sus cimientos.

Todo esto nos recuerda que el Estado de derecho depende de la separación entre las esferas del Estado y de la sociedad. La arremetida contra el Estado de derecho quiebra esta separación, apoderándose de la sociedad civil y convirtiendo a la turba en una fuerza no prevista en la Constitución. Para este fin sirve provocar desorden público, echar lágrimas de cocodrilo sobre la violencia anticipada y hasta declarar un estado de excepción.

En sus intentos por monopolizar el poder, los autócratas emergentes, desde el Tercer Reich, solían servirse de mercenarios constitucionales u oportunistas que causaran confusión jurídica y, en esta neblina servilmente, inventaran nuevos poderes para sus maestros políticos.

Otro mecanismo no menos peligroso es la estrategia de ciertos regímenes por convertir la cúpula de la misma Rama Judicial en un instrumento obsecuente y sumiso, a través del proceso de nominación. El partido gobernante de México lo logró a través de la elección popular de la Corte Suprema. Otros gobiernos presidenciales aprovechan de su poder para otorgar favores o de la debilidad de una oposición diezmada.  En EE UU, la vigilancia pública y el respeto del Senado por una justicia federal independiente impide nominar y hasta llenar vacantes judiciales con fichas mediocres y serviles.

En el constitucionalismo latinoamericano las dictaduras de Venezuela y Nicaragua, con su sincronización de todos los poderes y la supresión de la sociedad civil, son la más marcada expresión de la muerte del Estado de derecho. Ya en otros países crecen las señales de una gradual toma de poder absoluto por parte de la presidencia, no de un solo golpe, sino a través un proceso subrepticio. 

Un ejemplo casi bizarro de una monopolización del poder es el actual caso de la pretendida consulta popular en Colombia a la que el competente cuerpo legislativo no dio luz verde. Responder a esta decisión con un decreto que se basa no en una norma constitucional, sino en meras alegaciones de un supuesto proceso irregular, es más que osado: con este acto, el Gobierno no solamente actúa como judex in causa sua, sino que sustituye al cuerpo Legislativo. Se ignora así al único órgano cuya aprobación previa es imprescindible. En tal escenario, tanto la protección de la separación de poderes como el respeto por el pueblo consultado exigen un control judicial previo y, posiblemente, medidas cautelares, para evitar un daño irreparable al orden constitucional y democrático.       

En Colombia, el poder judicial sigue siendo eficaz e incluso el Congreso ocasionalmente se despierta de su complaciente letargo. Este papel del poder judicial y del legislativo también depende siempre de una masa crítica de mentes intelectualmente independientes y sensibilizadas en pro de la separación de poderes. Mientras exista esta independencia externa e interna, proporcionará apoyo y motivación a aquellas fuerzas de la sociedad que no pueden imaginarse una vida política sin el Estado de derecho.

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