El “decretazo” 639 de 2025: poder sin límite y traición constitucional
En el constitucionalismo contemporáneo, el derecho no es un recurso del poder, sino su límite esencial.Openx [71](300x120)

17 de Junio de 2025
Luis Miguel Hoyos Rojas
Profesor universitario y experto en políticas de inclusión
En los órdenes constitucionales modernos, ningún poder, por legítimo que se autoproclame, puede situarse por encima de la Constitución sin resquebrajar sus propios fundamentos. Justificar un decreto presidencial de convocatoria a consulta popular sin el requisito expreso del concepto previo y favorable del Senado, apelando a la excepción por inconstitucionalidad, no solo resulta jurídicamente inviable: representa una desviación peligrosa hacia un decisionismo sin freno, incompatible con los postulados del Estado de Derecho. No hay “herejía emancipadora” cuando la transgresión se dirige contra la propia fuente de legitimidad.
La excepción de inconstitucionalidad
El artículo 4º de la Constitución consagra la excepción por inconstitucionalidad como una cláusula de defensa frente a normas de rango legal o reglamentario que contradigan la Constitución. Su función es la protección de la constitucionalidad ante desviaciones infralegales. Pero no es –ni puede ser– un mecanismo para desconocer normas constitucionales vigentes. Admitir lo contrario implicaría autorizar que cualquier funcionario pueda, bajo el pretexto de un conflicto de principios, inaplicar cláusulas de la Carta a su conveniencia. Tal deriva equivaldría a invertir el orden normativo, sustituyendo la supremacía constitucional por la supremacía circunstancial de quien interpreta sin límite.
La naturaleza del concepto del Senado
El artículo 104 de la Constitución exige que el Presidente obtenga concepto previo y favorable del Senado para convocar al pueblo a consulta. Esta exigencia no es un simple protocolo ni un formalismo retórico: se trata de una cláusula constitucional que condiciona la competencia presidencial en esta materia. Su omisión acarrea, ipso iure, la invalidez del decreto. Estamos ante un acto político-jurídico de naturaleza constitucional, que no puede ser degradado a una resolución administrativa ni entendido como una norma infraconstitucional. Al requerir la expresión senatorial, la Constitución busca salvaguardar la legitimidad democrática de los actos de convocatoria popular. Esa legitimidad no se autojustifica en la voluntad presidencial, sino que exige, como mínimo, el control político previo de la cámara alta.
El error de categoría
La tesis según la cual el Presidente estaría facultado para inaplicar el artículo 104 de la Constitución mediante la excepción por inconstitucionalidad incurre en un error categorial. No se trata de una norma subordinada ni de una disposición infraconstitucional que pudiera ser legítimamente desplazada. Insístase: el concepto favorable del Senado, previsto en dicho artículo, no es una norma ni un acto administrativo; constituye una condición constitucional de habilitación del ejercicio del poder presidencial, cuya omisión vulnera directamente el principio de legalidad y competencia. El artículo 4º no habilita a ninguna autoridad para sustraerse de normas o procedimientos constitucionales vigentes. Su función es preservadora, no disruptiva. Permitir al Presidente declarar inaplicable una cláusula constitucional equivale a conferirle una supremacía hermenéutica que no posee. Sería, en otras palabras, consagrar el monismo de la voluntad política por encima de la arquitectura constitucional.
La interpretación constitucional del Ejecutivo
En los regímenes de constitucionalismo garantista, la interpretación armónica de la Constitución está reservada a los órganos de control constitucional, no al poder ejecutivo. Solo la Corte Constitucional puede ponderar principios en tensión, resolver antinomias o modular efectos normativos de orden constitucional. Sustraer esta competencia e instalarla en la discrecionalidad presidencial es abrir la puerta al autoritarismo interpretativo. El respeto por la Constitución exige la sujeción de todos los poderes –y muy especialmente del Presidente– a sus procedimientos y límites. No hay cláusula de soberanía popular que autorice la transgresión del texto constitucional; al contrario, la soberanía encuentra en él su cauce legítimo y su límite racional.
De la omisión a la nulidad
La omisión del concepto previo y favorable del Senado no constituye una simple irregularidad subsanable. Se trata, conforme al diseño constitucional, de un vicio estructural de competencia que afecta directamente la validez del acto. Un decreto presidencial adoptado sin dicha habilitación incurre en inconstitucionalidad manifiesta y carece, en consecuencia, de eficacia jurídica. No se trata de un defecto menor, sino de una posible transgresión del principio de legalidad en su expresión más grave: la usurpación de competencia constitucional. Esta situación, además, habilita el ejercicio de la acción pública de nulidad por inconstitucionalidad ante el Consejo de Estado, en la sección correspondiente, para que se declare la invalidez del decreto.
Habermas, Luhmann y las herejías constitucionales
Conviene empezar por lo elemental, que es, paradójicamente, lo primero que se olvida cuando el poder se deja seducir por la grandilocuencia: el “pueblo”. No es una fórmula vacía ni un comodín retórico disponible para quien ejerce el mando. No es una mayoría disponible, ni mucho menos un eco reverberante de la voluntad presidencial. En el constitucionalismo serio –ese que nace para limitar el poder, no para adornarlo–, el pueblo es la comunidad política entera: plural, contradictoria, diversa y sujeta a derechos. No es una voz unívoca, sino el conjunto de las diferencias que conviven bajo un mismo pacto jurídico.
Reducir al pueblo a la figura del gobernante –o a sus adeptos circunstanciales– es un retroceso conceptual que roza la nostalgia por la soberanía de los antiguos regímenes. Cuando se fuerza esa identificación simbólica, no estamos ante una ampliación democrática, sino ante una falsificación. Lo que se presenta como ejercicio de legitimidad es, en realidad, un desliz autoritario: una renuncia práctica a los límites, a los procedimientos y a las garantías que permiten distinguir entre poder legítimo y voluntad arbitraria. Porque, como es bien sabido, toda concentración simbólica del pueblo en el líder implica, tarde o temprano, su sustitución. Y allí donde el lenguaje político deja de nombrar con precisión, lo que entra en crisis no es sólo el discurso, sino la democracia misma.
Pero el desvarío no se detiene ahí. Más grave aún es utilizar las “herejías constitucionales” de Carlos Gaviria Díaz como coartada para legitimar la transgresión institucional. Hay una ética del pensamiento –una lealtad intelectual mínima– que impide convertir la disidencia crítica en excusa para la desobediencia oportunista. Las “herejías” del maestro no fueron caprichos ni gestos de ruptura vacía. Fueron actos ilustrados, construidos desde dentro del derecho, como respuesta a un orden que había sido diseñado, como tantos otros, desde la exclusión de los otros: mujeres, pobres, indígenas, personas con discapacidad, y todos aquellos cuerpos y voces que la promesa republicana había dejado fuera. En otras palabras, decantar al constitucionalismo excluyente y exclusivo para transformarlo en uno inclusivo e igualitario: una auténtica Ilustración del constitucionalismo local.
Gaviria no quería demoler la Constitución: quería habitarla con dignidad. Sus “herejías” no eran negaciones, sino exigencias de coherencia entre el texto constitucional y las prácticas que lo desarrollaban. Quienes hoy apelan a ese legado para justificar la anomia presidencial cometen una doble traición: una hermenéutica, por falsear su contenido, y otra moral, por profanar el lugar desde el que fue pronunciado. No hay emancipación en el desprecio por el procedimiento. No hay justicia donde se destruyen las condiciones que hacen posible su existencia. Y no hay herejía si no hay primero fidelidad a aquello que se quiere transformar.
Tampoco resulta admisible, desde el punto de vista teórico, la invocación superficial de una “síntesis” entre Habermas y Luhmann para justificar la omisión de los controles constitucionales. No hay fusión posible entre dos marcos epistémicos tan distintos. Habermas elabora una teoría normativa de la legitimidad sustentada en el ideal de la deliberación racional y simétrica entre ciudadanos libres. Luhmann, por su parte, propone una lectura descriptiva y funcional del derecho como sistema autopoiético, cerrado sobre sus propios códigos. Confundirlos, o peor, usarlos selectivamente para cubrir con barniz académico un acto de poder desnudo, no es un gesto de erudición: es una distorsión de sus fundamentos. Ni Habermas legitima la voluntad sin forma ni Luhmann autoriza el decisionismo sin código. Ambos, cada uno desde su lógica, recuerdan que el derecho no se sostiene sin estructura, sin forma ni procedimiento. Vaciar sus nombres de contenido para hacerlos funcionales a una tesis política es una forma de vaciamiento intelectual.
Y si a eso se suma la instrumentalización del pensamiento de Gaviria, entonces ya no estamos ante una reinterpretación audaz, sino ante una falsificación ética y jurídica. Porque no es democracia lo que nace cuando se deforma el lenguaje, se disuelven los límites y se banaliza el procedimiento. Eso tiene otro nombre, que la historia conoce bien, aunque a veces se disfrace de emancipación. Y en nombre de la Constitución –esa que aún nos vincula–, es nuestro deber nombrarlo.
A MODO DE CONCLUSIÓN
En el constitucionalismo contemporáneo, el derecho no es un recurso del poder, sino su límite esencial. La Constitución no es un texto disponible según la coyuntura ni un repertorio opcional para el Ejecutivo: es norma suprema y vinculante. Desconocer lo previsto en su artículo 104 no constituye una mera irregularidad, sino una fractura del principio de legalidad. Invocar la Constitución para traicionarla es una paradoja peligrosa: la historia demuestra que suspender las reglas del juego para “salvarlo” suele ser el inicio de su destrucción.
Ningún fin, por legítimo que se proclame, justifica vulnerar los procedimientos que garantizan la legitimidad democrática. Cuando el poder se emancipa de las normas que lo vinculan, no se produce más libertad, sino nuevas formas de violencia. A veces esta no irrumpe con gritos, sino con “decretos” que sustituyen la deliberación por la imposición. Un Estado social de derecho no puede coexistir con el decisionismo. Donde el poder solo se responde a sí mismo, lo que queda no es democracia, sino su caricatura. Y, como siempre, el retroceso del derecho lo pagan los más vulnerables.
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