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Constitucionalismo cuántico: aproximación desde el realismo jurídico al poder de la Corte y la elección de sus magistrados

Las calidades personales de quien ejerce la judicatura no son un simple ideal.

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19 de Junio de 2025

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Juan Carlos Lancheros Gámez
Director de derechojusto
Contacto: info@derechojusto.co

En la física cuántica, la paradoja del gato de Schrödinger postula un experimento mental: un gato es encerrado en una caja sellada junto a una partícula radiactiva. Si esta partícula se desintegra, un mecanismo libera un veneno y el gato muere. Si no se desintegra, el gato vive. Según las leyes cuánticas, hasta que un observador no abra la caja, el átomo se encuentra en una “superposición” de estados: desintegrado y no desintegrado a la vez. Por extensión, el gato está simultáneamente vivo y muerto. Solo el acto de observar o medir colapsa la dualidad y “obliga” a la realidad a elegir un camino.

Esta imagen puede servir como metáfora para explicar un fenómeno cercano al realismo jurídico que podríamos denominar constitucionalismo cuántico: ante una determinada situación, las disposiciones que las regulan pueden tener varias interpretaciones válidas y contradictorias. Este estado de incertidumbre solo termina cuando la Corte Constitucional, el “intérprete con autoridad” fija su posición y, a través de una sentencia, colapsa todas las posibilidades interpretativas en una sola posible y vinculante.

La historia de la Corte demuestra este poder para crear la realidad. Veamos tres casos. La Constitución, por ejemplo, no le otorgó la facultad expresa de revisar la constitucionalidad del decreto que declara un estado de conmoción interior, pero la Corte entendió que ella estaba implícita en la carta fundamental y hoy se da por sentado que ello es así.

Un caso aún más sofisticado fue el del referendo que buscaba permitir un tercer periodo presidencial. La Corte no solo determinó que la propuesta había incurrido en una “cadena de vicios” que ameritaba su inexequibilidad, sino que implicaba una “sustitución parcial de la Constitución” que alteraba sus ejes axiales, y estableció anticipadamente, en una suerte de jurisprudencia prospectiva sobre un eventual caso futuro, que ni el Congreso ni el pueblo, en referendo podrían permitirla. Al ser convocado por un poder constituido, el pueblo no actuaría como poder soberano absoluto (constituyente primario), sino como un poder limitado (constituido) incapaz de cambiar los elementos esenciales de la Constitución que solo la Corte puede definir de forma posterior y en cada caso en concreto.

En otro caso emblemático, el pueblo en un plebiscito decidió no respaldar el Acuerdo de Paz suscrito entre el Gobierno Nacional y las FARC. Desde una perspectiva clásica de soberanía popular, el “No” era una barrera insalvable. Sin embargo, a partir del derecho a la paz como un pilar fundamental del ordenamiento y un deber del Estado, la Corte estableció que, dada la naturaleza política del plebiscito, el resultado no privaba a los poderes públicos de su competencia para alcanzar la paz e implementar el acuerdo con ajustes.

Es claro que la Corte Constitucional ha definido el alcance de la Constitución con un amplio grado de discrecionalidad en muchos casos más. No obstante, ¿qué determina que la Corte se incline en uno u otro sentido? La Constitución, como Lasalle advertía, se define por los factores reales de poder. Desde esta óptica, la formación de mayorías en la Corte dependerá significativamente de las convicciones, creencias, formación e historia personal de sus magistrados, y esta convergencia de intereses fluctuará de diversas maneras según cada caso. En unos decidirá acatar rigurosamente sus precedentes y ceñirse al tenor literal del texto constitucional, y en otros se apartará o distinguirá su posición de la jurisprudencia anterior para crear nuevas reglas a partir de aproximaciones más sistemáticas y armonizadoras.

La Parábola de Belén, de Alejandro Nieto, nos sirve para entender esto con mayor claridad. En ella, un juez debe decidir el desahucio de una familia proveniente de Nazaret, que va de viaje y que acaba de dar a luz. Su fallo es impredecible, pues está atrapado entre la ley, que es clara, y la presión de su esposa también embarazada y de la misma religión que los involucrados, el temor a la ira del poderoso Herodes que amenaza con asesinar a cualquiera que los proteja y los intereses de los dueños del predio. La parábola nos muestra algo fundamental: sin importar qué decida, el juez tomará una decisión personal y, a la hora de escribir la sentencia, “silenciará rigurosamente las causas reales que han estado interfiriendo y, en su lugar, fundamentará el resultado –cualquiera que sea– con algún precedente que seguro ha de encontrar en la jurisprudencia del Tribunal de Jerusalén”.

Así opera la Corte hoy. La sentencia que leemos es la justificación formal y jurídicamente sólida del resultado, una impecable arquitectura de argumentos diseñada para convencernos de que esa era la única conclusión posible. Pero como enseña la parábola, esta lógica oculta una verdad fundamental: que hubo una elección, una decisión moldeada por la ponderación de convicciones, intereses, afectos y temores personales, así como por los cálculos estratégicos y las presiones políticas que raramente se nos dan a conocer.

Si el Derecho es, en última instancia y desde una perspectiva realista, lo que la mayoría de los magistrados interpreta que es, entonces la pregunta sobre a quiénes se elige para ser magistrados se convierte en la cuestión más importante de todas. En este escenario, las calidades personales de quien ejerce la judicatura –su carácter, prudencia, ecuanimidad, transparencia, sabiduría y mayor independencia posible frente a los intereses públicos y privados– no son un simple ideal. Ellas son el factor decisivo que, en medio de la incertidumbre, inclina la balanza de la realidad jurídica y, con ella, el alcance de la Constitución.

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