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28 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 21 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Online

Ya son (apenas) 90 años de la aprobación de la Ley 28 de 1932

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Lina María Céspedes-Báez

Profesora titular de la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad del Rosario

Doctora en Derecho

La labor de enseñar Derecho implica, por lo menos, propiciar el análisis sobre tres aspectos: las instituciones jurídicas vigentes, su aplicación e interpretación; las consideraciones éticas y de justicia que las inspiran y su evolución a través del tiempo. Detenerse en esto último es de vital importancia cuando se trata de figuras jurídicas cuyos antecedentes sirvieron para discriminar grupos poblacionales limitando sus derechos y sometiéndolos a regímenes diferenciados que conculcaban la equidad y la igualdad.

Generalmente, este es un ejercicio que se realiza por parte del profesorado cuando las reformas son recientes. Basta pensar en la expedición de la Ley 1996 del 2019, por medio de la cual se reconoció la capacidad jurídica plena de las personas con discapacidad mayores de edad. Tanto la enseñanza, como los seminarios y conferencias alrededor de esta ley, se han centrado en el antes y el después. Sin embargo, entre más lejos se encuentre el momento del cambio menos se habla de lo que fue. Este silencio impide darle un contexto apropiado al derecho vigente, reconocer cómo los efectos de las normas jurídicas pueden extenderse más allá de las derogatorias a través de prácticas sociales y reconocer los movimientos sociales que propiciaron los cambios.

En noviembre 12 de este año se cumplen 90 años de la aprobación de la Ley 28 de 1932, una norma esencial en el lento desmonte de la potestad marital, esa institución decimonónica con resonancias coloniales que disminuía la capacidad jurídica de las mujeres por el hecho del matrimonio y las sometía al poder del marido en su persona y sus bienes. Si bien la ley no fue un golpe fulminante para su abolición, y tendrían que pasar más de cuatro décadas para que esto sucediera, esta significó un cambio determinante al establecer que las mujeres no perdían su capacidad jurídica en el momento del matrimonio. De esta manera, por lo menos en el papel, el poder del marido sobre el patrimonio de la mujer y el patrimonio surgido del matrimonio desapareció. Así, se estableció un régimen de sociedad conyugal que hasta hoy nos acompaña, en el cual los dos cónyuges ejercen la administración del patrimonio social y ninguno pierde su individualidad frente a terceros en materia de derechos patrimoniales.

El indagar por los antecedentes de la reforma de 1932 y de la potestad marital permite entender que la disminución de la capacidad de la mujer en virtud del matrimonio era una regla jurídica que no se había mantenido incólume desde el derecho romano. A pesar de lo que a veces cuentan los libros de derecho de familia y algunas personas que se dedican a enseñar estos temas, la situación de la mujer casada en Roma fue tan cambiante como lo permiten diez siglos de producción normativa. Roma es un hito fundante tan fuerte en la mente de los juristas colombianos que a veces se pierde de vista que lo que se trata de identificar con este nombre es una sociedad que sufrió sinnúmero de transformaciones como cualquiera en varios siglos de historia.

Lo cierto es que un estudio juicioso del derecho romano permite entender que la potestad marital de nuestro Código Civil no era una consecuencia obligada avalada por este sistema jurídico. Si bien las XII tablas consideraban que las mujeres no tenían capacidad de ejercicio durante toda su vida, la transformación de la sociedad romana y el abandono de su pasado pastoril implicó el establecimiento de excepciones a dicho régimen, generalmente basados en la fertilidad de la mujer o en su habilidad comercial. Igualmente, estos cambios sociales conllevaron a que los matrimonios que situaban a la mujer bajo el poder omnipotente del marido entraran en desuso (cum manu) y se impusiera aquel que no las colocaba bajo su potestad (sine manu).

Ahora, como anota Eva Cantarella, reconocida profesora italiana de derecho griego y romano, estos cambios a favor de la mujer produjeron reacciones retardatarias en la sociedad romana que culminaron en reformas normativas que pretendieron frenarlos. Una muestra de ello es cómo, durante los siglos II y III d. C., los emperadores Septimio Severo y Caracalla convirtieron el aborto en una ofensa pública por contravenir los derechos del padre. Este preciso momento normativo, en el que el aborto pasó de ser un asunto privado y regulado exclusivamente por la autoridad del pater, puede ser leído como uno de los instantes claves de movilización del Derecho para situar de nuevo a la mujer bajo la total potestad del marido y crear un derecho del Estado sobre sus decisiones sexuales y reproductivas.

El contextualizar nuestras instituciones nos da perspectiva. Entonces, ni la potestad marital puede considerarse un legado del derecho romano sin más, sino una institución que hunde sus raíces lejanas en momentos muy particulares de este derecho, ni el control de los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres por medio de tipos penales una constante. De la misma manera, situar las instituciones jurídicas nos permite entender que estas tienen efectos más allá del momento en que alguien decreta su pérdida de vigencia. La violencia patrimonial y económica que hoy viven las mujeres colombianas en el contexto de la familia y el mercado puede estar ligada a una persistencia de la herencia de la potestad marital.

Noventa años parecen ser bastantes para la vida de una mujer, pero no lo son para cambiar totalmente la mirada que tiene una sociedad sobre su lugar y rol. Nuestro pasado reciente está ligado al imperio de la potestad marital, a pesar de su derogación parcial en 1932. Mujeres y hombres de tres o cuatro generaciones atrás crecieron y se criaron bajo el régimen de incapacidad relativa de la mujer casada y así educaron a su descendencia. De esta manera, las ideas que justificaron esta institución fueron transmitidas más allá de sus vidas y de la vida de las normas que las consagraban y, de alguna manera, tocaron a la familia en la que nos formamos. El hacernos conscientes de estos legados de las instituciones jurídicas justifican que nuestra labor de enseñanza del derecho vaya más allá de lo inmediato, solo así podemos entender y dar a entender el poder que tiene el sistema jurídico en la configuración de la sociedad y sus dimensiones cambiantes y controversiales.

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