La cotidianidad de lo penal
Francisco Bernate Ochoa
Profesor titular de la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad del Rosario
Los colombianos asistimos durante los últimos años a una práctica tan novedosa como perversa, y es que pareciera que todos los debates jurídicos tienen, de manera inexorable, su última instancia en la justicia penal. Pocos son los asuntos que acontecen a diario en nuestras vidas que no tengan una connotación penal y la realidad es que caminamos permanentemente al filo de la navaja, nadie está a salvo de este tenebroso laberinto en el que la puerta de acceso pareciera estar siempre abierta y nunca se cierra.
Quienes forman parte de la Administración Pública se esmeran en realizar contratos que sean respetuosos de la Ley 80 y de sus innumerables, interminables e inentendibles disposiciones complementarias y modificatorias, pero bien saben que la legalidad del contrato no la determinan las partes o la jurisdicción de lo contencioso administrativo, sino la Fiscalía General de la Nación y los jueces penales.
La situación se ha tornado tan dramática que, ahora, a las audiencias propias del trámite contractual se asiste acompañado de un penalista para amedrentar a propios y extraños, de manera que lo único seguro de estas actuaciones es que habrá denuncias para todos y mientras más delitos se anticipen y más drásticas las penas y sanciones a aplicar mejor. El reino del terror.
Quienes realizan un contrato civil o comercial saben que el incumplimiento de una de las partes es una contingencia normal para este tipo de escenarios y que cuentan con los procesos civiles, comerciales o arbitrales para dirimir los conflictos que puedan surgir entre ellos.
Pues bien, de tiempo atrás el incumplimiento contractual se ha criminalizado por la vía de la estafa. A la primera dificultad en el negocio se anuncian las denuncias correspondientes y se deja que la controversia se resuelva en los pasillos de la Fiscalía, poco o nada importa el tiempo que ello tome, lo que cuenta es que el telegrama de citación intimide lo suficiente como para lograr, o mejor, forzar, un acuerdo.
El mundo societario no ha estado al margen de esta tendencia criminalizante de la cotidianidad. Todo comienza con el escrutinio de las actas de asamblea por la vía de la falsedad y termina en el control de la gestión de administradores y representantes por cuenta del delito de administración desleal, que tiene a las puertas de la prisión a todo aquel que se encuentre en riesgo de tomar una decisión equivocada en la dirección de un ente económico.
¡Y qué decir de las decisiones judiciales que a diario se toman en todos los despachos judiciales o en los tribunales de arbitramento!
Quien falla un proceso sabe que las partes pueden, o no, quedar conformes con la decisión y que, para ello, existen los recursos de ley. Pavoroso se ha vuelto el escenario actual, en el que, además de las impugnaciones necesarias, se interponen denuncias contra funcionarios por el delito de prevaricato.
Este contexto se vuelve absolutamente aterrador cuando pensamos en la justicia penal, en la que una de las partes, en supuesta igualdad de condiciones, tiene la facultad de investigar, encarcelar y arrasar con la tranquilidad de todo aquel que ose a no darle la razón. En últimas, quien decide sobre el acierto y la legalidad de todas las decisiones judiciales en Colombia es el juez penal, previa solicitud de la Fiscalía General de la Nación.
En esta atmósfera resulta muy difícil prever un escenario cotidiano en la vida de los ciudadanos que no pueda terminar en el interminable laberinto de lo penal. En Colombia, nadie está exento de una investigación, una denuncia y, peor que ello, de una medida de aseguramiento. Acá el carcelazo no se le niega a nadie.
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