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26 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 54 minutos | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Online

Negociar con narcos

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Alejandro F. Sánchez C.

Abogado penalista. Doctor en Derecho

Twitter: @alfesac

 

Bueno, bonito y barato es el libro del peruano Rolando Arellano, experto en marketing. Cuando me independicé decidí aprender de estos temas y luego de leer su obra tuve la oportunidad de asistir a una conferencia suya en la Feria del Libro de Bogotá. Arellano plantea que la publicidad dirigida a un latino no puede guiarse por los mismos estándares aplicados en EE UU. Desde la consabida “rebajita” que pide el latino, hasta asuntos ligados a nuestros genes indígenas emocionales y simbólicos, pesan más que datos y números. Por ese camino, el banco no me convence solo por sus tasas de interés; nos agrada porque es “mi casa” o “mi amigo”.

 

Por ello, se deben conocer los elementos culturales o sociales que influyen en la transacción. Lo mismo ocurre cuando se negocia el delito y las penas. Los norteamericanos, con más experiencia en el asunto, lo tienen claro. Así, por ejemplo, han detectado que no es lo mismo negociar con narcotraficantes que con evasores de impuestos. Mientras los primeros se inclinan fácil por la negociación, los segundos no. Según un estudio (Graham, Kyle: Crimes, Widgets, and Plea Bargaining: An Analysis of Charge Content, Pleas, and Trials), así existan serias evidencias de que una persona cometió un delito de fraude fiscal o tributario, generalmente prefiere ir a juicio sin considerar las gabelas que la fiscalía ofrezca ni la alta probabilidad de condena. Para el autor, ello se explica en que la mayoría de los involucrados en estas transgresiones ostenta una posición social en la que el estigma de una condena pesa, o porque están convencidos de la injusticia o inconstitucionalidad de las normas.

 

En mi experiencia, Colombia también presenta interesantes aristas. Por ejemplo, los narcos “puros” –si se pudiera clasificar así a quienes no afrontan cargos asociados con asesinatos– tienden naturalmente a la negociación. Saben que de ser capturados es su salida más efectiva. Y sus familias también: al hijo del narco poco le importa lo que piensen sus compañeros de colegio de la captura de su padre, porque ya sabían a qué se dedicaba. No sucede lo mismo con otra delincuencia, como la relacionada con corrupción. Independiente de la contundencia de la prueba, la tendencia es a la negación o a buscar la responsabilidad en cabeza de terceros o en las circunstancias. La familia del imputado, con los ojos de la sociedad encima, se resiste a aceptarlo. Y complica las cosas el escarnio público, el no saber cómo el hijo del procesado será recibido en el colegio o en su círculo de amigos.

 

Comparados los regímenes legales, el sistema brinda mayores ventajas a quien negocia en casos de corrupción que a los que lo hacen por narcotráfico, no obstante que quienes cometen delitos de corrupción suelen ser personas caracterizadas por su buena posición económica, social o familiar. Los narcos –el término en sentido extenso: suministradores de sustancias para procesamiento, cultivadores, químicos, transportadores, comercializadores, etc.– suelen provenir de segmentos sociales menos favorecidos o afortunados. Una sola diferencia es relevante: si la persona imputada por peculado reintegra la totalidad de lo apropiado, gana una considerable rebaja adicional a la que consigue además con el preacuerdo. Pero si el narco “puro” reintegra lo que se ganó con el “negocio”, ello no le brinda ventajas adicionales. ¡Qué decir de las condiciones en que cumple su pena!

 

No estaría de más reconsiderar los términos en los cuales se están negociando casos de narcotráfico y brindar la oportunidad de acogimientos masivos. Ello podría equilibrar el balance político-criminal, que contribuya a una paz más estable. Para ello, deben replantearse antes algunos conceptos. En ese tipo de organizaciones criminales, los líderes son fungibles. Las estructuras se arman, porque producen el resultado que buscan: dinero. Lo importante entonces sería priorizar el desmantelamiento de las estructuras, por encima del juzgamiento de individualidades, y si para hacerlo el líder de momento juega un papel fundamental, no debe descartarse darle similar tratamiento que a los miembros de base.

 

La clave debería estar, eso sí, en la ejecución de la pena, que debe ser estricta. Hoy, los líderes de estas organizaciones mandan dentro de los centros de reclusión. Sin un sistema de ejecución real, con un proceso de resocialización verificable y un compromiso serio para desmontar estructuras, la negociación se tornaría en vía rentable de escape e impunidad. Un buen proceso de acogimiento, masivo, temporal, con condiciones claras y verificables, ojalá sincronizado con una nueva política regulatoria, podría reconducir la forma en que se ha enfrentado el problema, y redundar en beneficios adicionales para la sociedad al ver desmontadas las estructuras, y no solo capturados cabecillas sustituibles de la organización.

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