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28 de Marzo de 2024 /
Actualizado hace 18 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Online

La prisión perpetua en Colombia y la normalización de una sociedad cremadora

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John Zuluaga

Doctor en Derecho y LL. M. de la Georg-August-Universität Göttingen (Alemania)

Profesor asociado de la Universidad Sergio Arboleda

 

La forma como se reacciona contra los peligrosos y los indeseados es muy diciente del tipo de sociedad en la que nos desenvolvemos. Como lo ha demostrado Foucault, los desenlaces contra la anormalidad y la desviación son parámetros para descifrar las relaciones de poder que le sirven de basamento a una sociedad. Esta ya clásica comprensión de las tácticas punitivas sirve para apreciar cómo estas pueden fungir a la manera de analizadores del poder.

 

Este es un enfoque nada despreciable para discutir una de las últimas formas de ajusticiamiento estatal reconocidas por el legislador colombiano: la denominada “prisión perpetua revisable”. Resulta bastante interesante explorar, en un similar (solo aproximativo) sentido foucaultiano, en qué medida este tipo de penas tienen una propia función táctica y unas formas de operación diferenciadas de otros tipos de penas. Un acercamiento a estas cuestiones podría darnos luces para concebir algunos rasgos característicos de nuestra sociedad, lo cual, tal vez, también sea una buena manera para percibir lo denigrante que es esta modalidad de sanción penal.

 

En primer lugar, la prisión perpetua puede caracterizarse porque clausura definitivamente al ser humano y, por ello, puede decirse que entre ella y la muerte no existe una solución de continuidad. De esta manera, en un solo acto, el soberano muestra que puede interferir en el cuerpo, la libertad y la vida sin mayores restricciones. Acá no se trata solo de un castigo, sino de toda una orientación del sistema penal hacia la muerte. De nada sirve el sofisma distractor con el que se adjetiva la prisión perpetua como pena “revisable”. En un crónico estado inconstitucional de cosas, como el que arrastra nuestro sistema penitenciario, no existen condiciones materiales que le den capacidad realizativa a un proyecto de resocialización como límite a la perpetuidad de la pena.

 

En segundo lugar, la perpetuidad de la prisión es una manera de poner al individuo fuera de la ley. Se trata, a la vez, de una renuncia a la norma penal y de su anhelada (nunca verificada empíricamente) capacidad de motivar o disuadir el comportamiento de un individuo a partir de prohibiciones. Con el encierro indefinido de personas, el Estado se confiesa y reconoce que las normas penales no pueden lograr ningún efecto preventivo, por lo menos no respecto a los autores de homicidios dolosos o el acceso carnal violento frente a niños y adolescentes, a quienes se les podrá aplicar esta sanción (C. P., art. 34, inciso segundo). Esto, en otras palabras, es lo que Lévi-Strauss llamó “antropoemia” (véase Tristes trópicos, pág. 441) y, como bien dice Foucault, no se trata de dominar las fuerzas peligrosas, sino de excluirlas (Foucault, The punitive society, pág. 2), por supuesto, sin ningún otro propósito político criminal.

 

En tercer lugar, la pena de prisión perpetua revalúa y reestructura nuestras urgencias. Como bien se ha reiterado, este tipo de pena “estaría invisibilizando las causas y los factores de riesgo que requieren un abordaje integral” (Pardo, et al., pág. 23). A esto se suma la reorganización de muchas emergencias (algunas crónicas) que agotan la agenda pública colombiana. La insinuación de la prisión perpetua les resta autonomía a muchas formaciones discursivas para el tratamiento de los conflictos que con aquella pena se quieren evitar, por lo cual resulta completamente antimoderna. El desdibujamiento de la diferenciación funcional de las esferas de control social se expresa en el alzado protagonismo del poder punitivo y el desplazamiento de procesos accesorios de racionalización de los conflictos.

 

Estas características de la prisión perpetua permiten entender muchos síntomas del tipo de sociedad que nosotros mismos integramos. Acá cobra mucho sentido el concepto introducido por Goldon Childe (véase Directional changes in funerary practices during 50,000 years) y con el cual, de alguna manera, podría decirse que la sociedad colombiana responde a la idea de una sociedad cremadora y de una cultura que incinera la vida y convierte la muerte de los peligrosos en un espectáculo público y permanente (Así Foucault, El nacimiento de la clínica, pág. 236, aunque crítico del concepto en The punitive society, pág. 1). Y no es solo cremadora por la forma como anula a los indeseados, sino también porque convierte a los sujetos bajo prisión perpetua en el mismo problema que se intenta solucionar. Se trata de una transfiguración que, además, calcina las mismas problemáticas sociales que alientan la pena de prisión perpetua. A todas luces es una involución.

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