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23 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 50 segundos | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Online

El temor al rostro de la toga (II)

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Helena Hernández

Jueza penal

Twitter: @Helena77Hdez

 

En la pasada columna, se expusieron algunas tensiones entre la libertad de expresión de jueces y juezas en relación con la imparcialidad y su apariencia, como presupuestos para la confianza en la administración de justicia, pero sin desconocer que los derechos no son absolutos ni las restricciones a las libertades pueden ser arbitrarias, por lo que, en ocasiones, no solo es sano, sino recomendable, conocer las posturas y discernimientos de quienes a la postre podrían juzgarnos.

 

En este texto final sobre dicho tema, se continuará invitando a la reflexión sobre los límites cercanos entre la legítima búsqueda por la imparcialidad del fallador y la inverosímil pretensión de su contención humana, expresada en emociones, intereses, manifestaciones elocuentes o posturas ideológicas.

 

En 1924, la American Bar Association estableció los Cánones de Ética Judicial, mutando al Código Modelo de Conducta Judicial, adoptado por la mayoría de Estados de EE UU, y sirviendo de consenso sobre el margen de movilidad de las actividades de los jueces, tanto propias como fuera de sus funciones. Por ejemplo, dicho código prohíbe que los jueces pertenezcan a cualquier organización con prácticas discriminatorias basadas en raza, sexo, religión u origen, pues allí la libertad de los funcionarios debe ceder a la confianza pública, integridad e imparcialidad que se espera de su labor.

 

Lo anterior resulta razonable, ya que, como mínimo, existiría sospecha fundada de parcialidad –incluso, falta de idoneidad– sobre un juez con membresía a un club, organización o asociación que discrimine a ciertas poblaciones. Imagínense, ¿cómo se aproximaría a los hechos en un caso cuya víctima/victimario pertenezca al grupo discriminado? Esta regla de conducta va en consonancia con lo dispuesto en el artículo 8.1 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, que establece el derecho de toda persona a ser oída, con las debidas garantías por un juez competente, independiente e imparcial.

 

Ahora, descendiendo a casos concretos en Colombia, y con el ánimo de mostrar una contracara, esto es, un temor infundado a los jueces, recuérdese cuando, meses atrás, el Estado colombiano recusó a magistrados de la Corte IDH en el caso de la periodista Jineth Bedoya, al señalarlos de carecer de objetividad. Procedió el director de la Agencia Nacional de Defensa Jurídica del Estado a abandonar la audiencia que se realizaba por secuestro, tortura y violencia sexual contra la periodista.

 

¿El motivo? La empatía y la humanidad de la presidenta Elizabeth Odio Benito y magistrados como Eugenio Raúl Zaffaroni, que, a criterio de la defensa patria, significaba parcialidad. Pregunto, pues, si acaso esperan de juzgadores la desconfianza de quien declara y el despotismo de aquellos que no pueden acercarse a la experiencia humana del otro(a). ¿Es el juzgador ideal quien aparenta mirar, pero no ve? ¿Se prefiere una forzada apariencia de impavidez ante el relato crudo de quien se escucha? ¿Cómo esperaba la defensa colombiana que fuera el comportamiento de los magistrados con la víctima?

 

En este punto, algunos lectores podrían pensar precipitado hablar de víctima, antes de una decisión final. Por supuesto que no. Los jueces tratan a las personas anteponiendo su condición humana y no de sujeto procesal. Pero, aun así, vale recordar que, así como al procesado se le presume inocente hasta tanto no se declare su responsabilidad penal, a las víctimas también se les presume víctimas desde el momento inicial del procedimiento, sin que ello implique predisposición para decidir. 

 

Otro ejemplo para reflexionar sobre la tendencia colombiana a temer al juzgador que habla más allá de sus providencias podría ser el irreflexivo y pétreo rechazo de algunos sobre la posibilidad excepcional de que los jueces se pronunciaran a través de nuevos canales y formas más cercanas a la ciudadanía, como comunicados sencillos de los despachos a los ciudadanos.

 

Nadie propone que dejen de ser las providencias los medios previstos para los juzgadores, solo plantear algunos escenarios que ameritan mayor claridad y orientación. Recuerden casos de alto impacto o conmoción, en los cuales se tergiversa lo decidido por jueces o se dan alcances inadecuados. No todas las providencias son cortas o sencillas, por lo que, en esos eventos, un comunicado claro, con extracto de la decisión en lenguaje común para el ciudadano –y los medios–, podría evitar malentendidos.

 

Esta breve invitación a la reflexión abarca todos los bandos, no solo de la contienda adversarial, sino a los ciudadanos como espectadores legítimamente interesados en el funcionamiento de la administración de justicia. Exigir jueces que se aproximen a los hechos de la causa sin prejuicios y cuyas decisiones motivadas den cuenta de ello es garantía de imparcialidad e independencia judicial en un Estado de derecho.

 

Que sea la calidad de sus providencias y la corrección de sus actividades extrajudiciales las que nos aproximen a los falladores, no la idea de su quimérico aislamiento social como presupuesto de objetividad. Como ha señalado el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, la imparcialidad subjetiva se presume, a menos que exista prueba contraria, y la objetiva se evaluará en los insumos brindados por el juez conforme el Derecho.

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