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26 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 1 hora | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Online

El Estado y sus sinrazones

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Germán Burgos

Profesor asociado Universidad Nacional de Colombia

 

En cuanto sujetos de la modernidad aparece como claro que lo racional juega un papel central. Esto, entre otros asuntos, significa que la argumentación que sustenta el análisis de la realidad y la intervención en la misma debe fundarse en planteamientos claros, coherentes, contrastables en el tiempo y ajustables a los aprendizajes producto del conocimiento. Por su parte, lo irracional refiere a lo fundado en la fe, en las creencias incuestionables, en lo no sometido a la verificación, en lo dado según la voluntad superior de un ente metafísico.

 

Fundado en lo anterior, cierta teoría del Estado ha tratado de sostener la existencia y el papel de este en planteamientos ligados con su origen o finalidad. En efecto, desde el contractualismo, se ha planteado que los Estados son el producto de una voluntad libre entre sujetos que a través de alguna forma de consenso constituyen el orden político. Locke, por ejemplo, nos dice que la diferencia entre el poder de un padre sobre sus hijos y el poder del Estado radica en que este último es producto de la voluntad, mientras el primero lo es de la naturaleza. De otro lado, el derecho constitucional asume sin mayor consideración que el Estado persigue fines públicos que hacen posible la existencia social y que tales objetivos lo definen. El Estado existe según los fines racionales que concretizan la idea de lo público y su origen contractual complementa esta afirmación.

 

No obstante, estudios desde la antropología del Estado y la teología política han venido sosteniendo que esta fundamentación racional del Estado no es rigurosa. Ello, de un lado, porque no es posible rastrear históricamente Estados producto de un pacto o contrato social entre hombres nacidos libres. En segundo lugar, el Estado ha perseguido tantos fines diversos como la defensa de las libertades individuales, la seguridad en distintos planes, la defensa del arte nacional, el cultivo de ciertos ámbitos culturales etc., que nos es serio definir al orden político a partir de tan amplio terreno de objetivos.

 

Partiendo de críticas como las anteriores se ha venido sosteniendo que, en realidad, el fundamento de los Estados modernos es un asunto de fe y, por tanto, irracional. Es así como hemos sido educados y, por tanto, hemos naturalizado la idea de que una ficción, es decir un producto abstracto de la imaginación humana, debe encargarse de temas críticos de nuestra vida individual y colectiva que van desde nuestra existencia física, nuestra salud, la seguridad social, la defensa del territorio, la estabilidad de un ordenamiento jurídico, etc. A pesar de que, en muchos contextos, se desconfía de las instituciones del Estado y de los funcionarios que lo encarnan, seguimos creyendo que este debe encargarse de las distintas formas ligadas con nuestro bienestar individual y colectivo. Todo lo anterior solo puede explicarse si incorporamos la fe, es decir la creencia indiscutida, irracional y extendida de que un ente abstracto todopoderoso debe encargarse de nuestros miedos a las incertidumbres ligadas con el futuro y la interacción con los demás.

 

No solo estaríamos en presencia de un acto de fe, sino en una expresión de la ilusión colectiva. Tenemos la esperanza de que una ficción colectivamente aceptada logrará afrontar nuestros miedos más profundos a la muerte, al agotamiento de nuestro cuerpo, a las condiciones de la alimentación, a nuestra vida en la vejez, etc. Las ilusiones en torno del Estado serían otra expresión de la fe irracional en el mismo, de forma tal que nos es difícil aceptar que somos ilusos porque tenemos este tipo de ilusiones.

 

En otras palabras y, en suma, como bien decía Hobbes, el Estado moderno es un Dios mortal. Es decir, un ente abstracto y ficticio que fundado en la fe será capaz de encargarse de nuestra aversión al riesgo en sus diversas manifestaciones. Al igual que Dios como asunto de fe nos debe amparar del dolor como algo indeseado, el Estado debe hacer otro tanto y, además, se nos presenta como soberano. Dios y el Estado, por tanto, están sustentados en la fe y en la ilusión en cuanto constructos irracionales, es decir no discutidos, aceptados y asumidos, naturalizados como parte de nuestra realidad. Con todo, esta fundamentación no racional no es simplemente una mentira colectivamente extendida, sino, como dice Harari, es un producto de la imaginación que ha permitido nuestra acción colectiva y, por tanto, la idea misma de diversas formas de civilización.

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