Obediencia indebida (I)
Andrea Rocha Granados
Abogada de la Universidad de los Andes e investigadora en derechos humanos
Cuando empecé a estudiar Derecho el país atravesaba por los peores años del conflicto armado. Mientras los profesores nos hablaban de la legalidad, legitimidad y validez del sistema jurídico colombiano, más de tres millones trescientas mil personas eran víctimas de asesinatos, desplazamientos, violaciones, desapariciones y secuestros. Sin embargo, como decía el poeta Paul Éluard, el claustro universitario era una especie burbuja de silencio en el desierto de los ruidos.
Pronto aprendimos que el sistema jurídico estaba soportado en una ficción: la del pacto social que todos accedimos a firmar en tiempos inmemoriales para evitar aniquilarnos los unos a los otros. Leímos a Hobbes, Hart, Rawls, Dworkin. Entendimos el estado de naturaleza y el velo de ignorancia.
Sí, en la universidad hablamos de pactos, pero no precisamente del de Ralito. Nunca nos cuestionamos sobre los paramilitares que eran aplaudidos en el Congreso, los ministerios que eran fusionados en detrimento del funcionamiento del Estado, el sistema penal paralelo que era creado sin consideración con las víctimas y la reelección presidencial que era aprobada sin medir el daño institucional que traería.
Nos enseñaron los secretos de un sistema de leyes riguroso -aunque con lagunas, antinomias y cosas de ese tipo-, pero evitaron, tal vez inconscientemente, que discutiéramos sobre lo más importante: la injusticia. Y no como algo teórico sino real que sucedía a pocos metros del aula, por mucho que uno pretendiera estar de frente a Monserrate y de espalda al país.
Esa sensación de abismo entre la ley y la realidad la he vuelto a sentir ahora al observar cómo en distintas partes del mundo las libertades están siendo limitadas y los derechos están siendo vulnerados por vías institucionales y en nombre de la democracia. En todas partes los gobiernos toman decisiones fanáticas, extremistas y sectarias disfrazadas de prudentes, sensatas y moderadas.
Así lo demuestra el caso de España con la intervención de Catalunya, en donde se aplica con gran eficacia el artículo 155 de la Constitución española pero se ignora, por ejemplo, el 47, que indica el derecho a una vivienda digna. Otros casos de igual gravedad se observan en Latinoamérica donde se persiguen opositores políticos mientras se aprueban reformas institucionales regresivas en materia laboral y social.
Algo parecido sucede en Europa y Estados Unidos con las decisiones adoptadas contra los inmigrantes. Colombia no escapa a la tendencia con un conflicto que parece reciclarse indefinidamente para mantener ciertos privilegios y eludir ciertas responsabilidades.
Me hubiera gustado que en la facultad de Derecho, en vez de enseñar solo a obedecer las normas, enseñaran también a desobedecerlas. Cuando uno se pregunta si debe acatar o no una ley, en realidad se está preguntando si esa ley es justa o no. En ese punto lo jurídico y lo político se muestran como lo que son: una unidad más allá de las ficciones orientadoras. Es el pacto puesto en duda porque choca con la realidad, la violenta, como sucedía en ese entonces y como está sucediendo ahora.
Gracias a la desobediencia se acabó con sistemas jurídicos que validaban la segregación racial, se lograron conquistas laborales que hoy disfrutamos y las mujeres obtuvimos el reconocimiento de muchos nuestros derechos. La obediencia se utilizó para justificar la desaparición de personas y el exterminio; la desobediencia siempre, o casi siempre, ha permitido avanzar en la conquista de derechos que se creían imposibles de alcanzar. ¿Cuándo hay que desobedecer? ¿Por qué métodos? ¿Cualquier causa justifica la desobediencia? Todo eso se verá en la segunda parte de esta columna.
Opina, Comenta