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18 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 1 minuto | ISSN: 2805-6396

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Lo que se pierde

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Andrea Rocha Granados

Abogada de la Universidad de los Andes e investigadora en derechos humanos

 

Han sido muchos los observadores de política internacional que en estos días intentaron hacer un análisis de la crisis de los gobiernos populares –o “populistas”, según otras calificaciones- que tiene lugar en la región. Los comentarios se han enfocado en aspectos vinculados al deterioro de la economía y a la corrupción en la que habrían incurrido altos funcionarios de esos gobiernos. Más allá de lo que cada cual pueda pensar sobre lo que “gana” el continente con este nuevo rumbo –marcado inicialmente por el triunfo de Mauricio Macri, en Argentina, y el gobierno temporal de Michel Temer, en Brasil-, sería interesante pensar también en lo que pierde.

 

Durante las gestiones de Luis Inácio Lula da Silva y Dilma Rousseff como los de Néstor y Cristina Kirchner, la protección de derechos económicos y sociales ocupó un lugar central. Eso se materializó en la adopción de reformas legales muy importantes en aspectos como los migrantes, la igualdad de género, los derechos laborales y la propiedad de la tierra; también en la implementaron políticas públicas concretas para proteger a los sectores más vulnerables de la sociedad.

 

Son bien conocidos los planes de subsidio como la Bolsa Familia, en Brasil, y la Asignación Universal por Hijo, en Argentina, destinados a erradicar la pobreza extrema. En un contexto de crisis económica internacional los dos gobiernos hicieron un esfuerzo constante en función de mantener el valor del salario real y cuidar el empleo a pesar de las presiones ejercidas desde el neoliberalismo, ahora en el poder, para iniciar un proceso de recesión y ajuste que por lo general tiende a afectar a la clase media que se intentó construir en la última década.

 

La mirada amplia y persistente en el plano de los derechos humanos estuvo estrechamente vinculada al pasado, en especial a paliar los penosos efectos políticos y sociales que produjeron las dictaduras militares tanto en Brasil como en Argentina. Aunque las transiciones que se dieron en ambos países fueron distintas, debe admitirse que los gobiernos ahora desplazados fueron los primeros en tratar de hacer frente al legado que dejó el terrorismo de Estado en aspectos más profundos, lo que naturalmente afectó a intereses específicos.

 

En el caso argentino, aunque siempre hubo quienes se opusieron y se oponen al juzgamiento de los responsables de crímenes de lesa humanidad, nunca fueron voces mayoritarias. El tema empezó a generar fuertes rupturas nuevamente cuando se avanzó en determinar la responsabilidad de los civiles, principalmente de empresarios, miembros de la iglesia y funcionarios del poder judicial, es decir, de sectores que no dejaron de estar en el poder ni en dictadura ni en democracia.

 

En el caso de Brasil, la transición se produjo a través de una ley de autoamnistía que abarcó tanto a los presos políticos del régimen militar como a los perpetradores estatales de crímenes de lesa humanidad. Durante décadas, los movimientos sociales intentaron tumbar esa ley sin mucho éxito. A pesar de las presiones que existieron para no volver a tocar aspectos del pasado, en el 2011 fue sancionada la ley que creó la Comisión Nacional de la Verdad. El informe que resultó de ese proceso, presentado en el 2014, recomendaba anular la amnistía, investigar los crímenes cometidos contra comunidades indígenas y campesinas y juzgar a los responsables militares y civiles.

 

La situación de millones de personas en Brasil y Argentina mejoró mucho durante esta última década y parte de eso tiene que ver con el discurso en términos de derechos humanos que empoderó desde la retórica, pero también desde la práctica a los sectores más olvidados y discriminados de la sociedad. Los gobiernos que impulsaron esas medidas lo hicieron por vía democrática y es muy probable que hayan sido justamente esos aciertos y no los errores los que generaron mayores molestias.

 

No es casual que las primeras medidas que tomaron Mauricio Macri y Michel Temer hayan sido las de desmontar los programas de derechos humanos que se crearon en Argentina y Brasil. El argumento que han dado en los dos casos es que son programas que implican un uso desmesurado de los recursos del Estado, y que ante la crisis hay que recortar gastos. También se ha dicho que las oficinas encargadas de esos temas son en realidad los bastiones de militantes políticos con pocas capacidades técnicas.

 

Las perspectivas no son buenas. Los nuevos gobiernos enarbolan las banderas del pleno empleo mientras adoptan medidas económicas regresivas. Se declaran defensores de la igualdad de género al tiempo que eliminan los espacios dedicados a la materia. Rechazan la corrupción del pasado con la misma agilidad con la que nombran en los ministerios y en otros altos cargos a ex gerentes de empresas multinacionales del agro, del sector energético y del sector financiero.

 

Seguramente, los gobiernos progresistas, ahora acusados de todos los males imaginables, cometieron errores tanto por acción como omisión, pero demonizar la experiencia vivida en estos años no beneficia a nadie. O a casi nadie. América Latina sigue teniendo deudas pendientes en materia de derechos humanos que no deben ser dejadas de lado con el pretexto de “corregir” el rumbo económico para retomar la “normalidad”. Esa experiencia ya se ha vivido muchas veces en el pasado reciente y no ha dejado más que dolor, inequidad y violencia.

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