14 de Diciembre de 2024 /
Actualizado hace 11 hours | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Online

Entre los códigos de convivencia y la ética ciudadana

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Giovanni Rosanía Mendoza

Magíster en derecho público

 

Siguiendo la historia del mundo, se advierte la relación entre los Estados, los administrados con las autoridades, y los administrados entre sí, de manera que la convivencia global y social es algo inherente al ser humano, dado que irremediablemente el hombre debe relacionarse con su semejante. En tal sentido, el reto del mundo y de cada Estado ha sido la conservación del buen orden de la comunidad nacional e internacional.

 

En el plano interno, la intervención administrativa ha sido ejercida como potestad del Estado desde la antigüedad hasta nuestros tiempos a través de distintas instituciones con características de cuerpo consultivo e integrada por consejeros. Se trata de la implementación del gobierno público en el territorio. En esta dirección, tal gobierno público considerará sobre la mejor forma de configurar derechos y obligaciones en torno a la comunidad nacional.

 

La convivencia social o la convivencia pública se halla ligada a denotaciones de sosiego, calma y reposo, así, tales denotaciones podrían ser conectadas con la paz. La Constitución Política consagra la paz como derecho fundamental, es decir, se trata de un derecho clasificado dentro de los derechos de primera generación, derechos que se hallan legitimados por su ubicación superior, por su sentido axiológico y por el reconocimiento del bloque de constitucionalidad, del tribunal constitucional nacional y de las cortes internacionales sobre derechos.

 

La paz se articula con el derecho a la vida digna, teniendo en cuenta que la tranquilidad es un elemento que proporciona bienestar, que puede ser individual o colectivo y tal bienestar influye en el desenvolvimiento de la vida del ser humano, inclusive se vincula con el marco insigne de la Carta colombiana, la dignidad humana. Situada entonces la paz como derecho fundamental, le resulta legítimo al individuo y a la sociedad pretender que el Estado le asegure tal derecho, de manera que se obtiene como prerrogativa el reclamo por parte del individuo y de la sociedad de una buena convivencia social.

 

Desde el otro extremo de la relación especial entre administrador y administrado, es decir, el Estado, y relacionando la convivencia social o pública con la paz, tal como se ha descrito, a la institucionalidad se le otorga una preeminencia, pues tiene la competencia para regular el gobierno público de la comunidad. En consecuencia, el Estado también tiene legitimidad en torno a la convivencia pública, para lo cual acude a la ciencia de la administración, al escenario de las políticas públicas y a un posible catálogo de normas reguladoras del comportamiento ciudadano. La tarea, entonces, de la institucionalidad es fijar las reglas generales y las medidas necesarias para mantener el orden público, ante lo cual se requiere vincular a la ciencia administrativa con el derecho público.

 

Como resultado de la conexión entre ciencia administrativa y derecho público surgen los códigos de convivencia. De acuerdo con la Carta Política, la competencia para expedir códigos corresponde al legislador y en atención a esta función constitucional el Congreso configura los estatutos para la convivencia pública. Sin embargo, en medio de la coerción que impone un código de normas, no es suficiente situar una preceptiva de carácter obligatorio, sino que es preciso el aporte de las demás ciencias humanas que hagan viable y permitan un desarrollo fluido de unos vectores de convivencia.

 

En esta dirección, las sociedades del derecho consuetudinario se hallan adelantadas con respecto a aquellas que inexorablemente requieren de códigos de convivencia escritos para asegurar el orden. Recordemos que Ortega y Gasset reconoce del pueblo inglés una originalidad extrema que radica en su manera de tomar el lado social o colectivo de la vida humana, en el modo de saber ser una sociedad, contrario a las sociedades latinoamericanas que no pueden convivir sin reglas escritas. Al lado de esto, es pertinente señalar que si bien la Biblia se encuentra escrita, en su libro de Hebreos avisa que Dios pone en la mente sus leyes y las escribe en el corazón.

 

Se hace necesario distinguir entre lo público y lo privado, conocer sobre el concepto y el respeto de la cosa pública, regular sobre la locomoción, el espacio, acerca del medio ambiente y, en general, establecer las distancias adecuadas entre los ciudadanos para asegurar un sano desenvolvimiento de la comunidad pública, empero, a pesar de los exigentes códigos de convivencia expedidos, se hace indispensable que opere en las mentes y en los corazones de los ciudadanos aquello que destaca Ortega y Gasset de los ingleses: comprender el lado social, considerando, además, que debe aceptarse una ética ciudadana que haga memoria de valores infaltables.

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