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Constitucionalismo global y el caso colombiano
Germán Burgos Silva
Profesor Universidad Nacional. Investigador Asociado Colciencias y del ILSA
Mientras el Gobierno de Colombia se niega a reconocer la competencia de la Corte Internacional de Justicia frente a las dos últimas demandas de Nicaragua, simultáneamente se apresta a enfrentar varios litigios ante el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias relativas a Inversiones (Ciadi) del Banco Mundial. Entre otros, estos versan sobre las afectaciones a empresas transnacionales en razón a sentencias de la Corte Constitucional respecto a la reversión de activos al Estado por las empresas privadas de telefonía celular y decisiones de la Contraloría General de la República por un proceso de revisión fiscal que afectó a la compañía Suiza Glencore.
Téngase en cuenta que ambas decisiones fueron tomadas a la luz de la legislación colombiana vigente, cumplieron sus etapas y, en principio, se presume y, hasta ahora, no se ha desvirtuado su legalidad. Con todo, las empresas demandantes consideran que estas decisiones violaron tratados internacionales vigentes, en particular acuerdos bilaterales de inversión que para la legislación interna constituyen leyes ordinarias.
La anterior situación lleva a varios interrogantes que quisiéramos abordar en esta columna. De un lado, ¿cómo entender que decisiones tomadas por instancias de alto nivel del Estado colombiano y con presunción de legalidad no desvirtuada, puedan ser cuestionadas de alguna forma en instancias internacionales, como el Ciadi? ¿Cómo asimilar que tratados internacionales, que son de nivel legal, permitan poner en cuestión decisiones, por ejemplo, de la Corte Constitucional, guardiana máxima de la Carta Política en cuanto norma superior, expresión de la soberanía del pueblo, según sus propios términos? ¿Cómo comprender que en la legislación colombiana operen tratados internacionales que, siendo examinados automáticamente por la Corte Constitucional, permiten posteriormente discutir el alcance de sus decisiones en espacios arbitrales foráneos?
Para responder a estas preguntas, es posible apelar, al menos, a tres líneas de respuesta. De un lado, el control automático y abstracto de constitucionalidad de tratados de libre comercio y de inversión es poco idóneo e inadecuado. En efecto, este tipo de normativa internacional es excesivamente técnica, enrevesada y con efectos no siempre previsibles, de forma tal que no siempre los intérpretes últimos de la Carta tienen las competencias para entenderlo y los peritos que pueden apoyarlos no tienen la debida sensibilidad constitucional.
Por lo demás, prever las eventuales consecuencias de ciertas figuras que no se entienden no siempre es fácil, situación que se hace peor cuando los tratados quedan blindados en su constitucionalidad por una sentencia previa impidiendo apelar al menos a la excepción de inconstitucionalidad. Un ejemplo de todo lo anterior ha sido la admisión en el derecho interno colombiano de la figura de la expropiación indirecta, argumento bajo el cual se han valido las empresas antes mencionadas para avalar sus reclamaciones y que, de haberse entendido adecuadamente en su alcance, no hubiera pasado un examen de constitucionalidad verdaderamente serio. Lo que nos muestra la coyuntura es que parece más que conveniente pensar en otras formas de evaluación de la constitucionalidad de este tipo de normas que, a la vez, brinden seguridad jurídica, protejan los derechos de los nacionales y no afecten la posibilidad de decisiones en el marco de la soberanía.
Una segunda respuesta tiene que ver con el virtual nivel constitucional que adquieren tratados de carácter económico que si bien son ley ordinaria, en la práctica solo pueden cambiarse y ajustarse por medio de su debida renegociación. Dicho de otra forma, si bien los acuerdos en mención son ley y, por tanto, deben estar sujetos a la Constitución mediante el control antes planteado, las limitaciones del mismo facilitan que haya leyes que permitan desafiar decisiones constitucionales, por ejemplo, en el Ciadi. Esto no solo termina dándose en razón del inadecuado control realizado, sino que estas normas, siendo de nivel legal, están blindadas frente a cualquier cambio unilateral y, por tanto, terminan teniendo una estabilidad en el tiempo casi mayor que la misma Constitución. De hecho, cambiar un tratado bilateral o multilateral, que es ley ordinaria en Colombia, es más difícil de hacer, dada la necesidad de renegociarlo, que cambiar la mismísima Constitución Política.
La última línea de respuesta es la tendencia creciente a lo que algunos como Yayasuriya han denominado Constitucionalismo Global. Este hace referencia al aumento exponencial de límites formales y/o blandos de carácter jurídico que se han “autoimpuesto” los Estados en materias económicas y de derechos humanos. Para decirlo de otra manera, ante los límites que conlleva una legislación interna sujeta finalmente a las dinámicas interpretativas de actores nacionales y a cambios súbitos propios de las luchas de poder, la globalización económica y, en menor medida, de los derechos humanos, ha impuesto la necesidad de una seguridad jurídica, enmarcada en tratados, códigos de conducta, costumbres obtenidas de fallos arbitrales, etc. Ellas coinciden en dificultar al máximo decisiones que los Estados antes tomaban de manera más o menos soberana. Hoy, cambiar regulaciones, ajustar impuestos, transformar el régimen tarifario, etc. son cosas que los Estados tienen parcialmente enmarcadas en múltiples tratados que en algunos casos no son coherentes entre sí. Todo esto es a lo que Teubner ha llamado, con razón, el pluralismo jurídico de la globalización. Bienvenido una vez más el constitucionalismo global en Colombia, sin haber previsto sus consecuencias.
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