14 de Diciembre de 2024 /
Actualizado hace 6 hours | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Online

La sentencia de la Corte Constitucional sobre la asignación de apellidos

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Mauricio García Herreros Castañeda

Notario 12 del Circulo de Bogotá

 

El “apellido”, nombre de familia con que se distinguen las personas, cumple una función jurídica de enorme transcendencia, ya que forma parte de la individualidad y es, en nuestra legislación, consecuencia de la filiación, no el resultado de una decisión caprichosa.

 

Así, el apellido tiene una connotación de “pertenencia”, a lo que la Constitución Política reconoce como el núcleo fundamental de la sociedad: la familia.

 

Es el apellido de los padres, biológicos o adoptivos, el que determina el del hijo y demuestra ante terceros su pertenencia al núcleo familiar del que procede o al que está vinculado. La idea de crear una “marca de familia” está impresa de alguna manera en todas las civilizaciones. “Fernández” significaba hijo de Fernando y “González” hijo de Gonzalo y “Martínez” de Martín; los eslavos agregaron “ich” al hijo de Iván y “ova” a su hija y los nórdicos y los sajones adicionaron la terminación “son” al hijo de Svens y al hijo de William, respectivamente, para citar solo algunos ejemplos.

 

La proliferación de la repetición de apellidos derivados del nombre, la evidente posibilidad de homonimia, la previsible confusión de identidades y la amenazante desaparición de la identidad familiar llevaron a idear como apellido familiar el oficio desempeñado por el clan. “Zapatero”, “Barbero”, “Labrador”, “Pastor”, “Molinero”, “Carpintero”, “Escudero”, son ejemplos de ello o correspondientes al rango social como Duque, Conde o Caballero, valga la cita.

 

Pero los oficios también eran compartidos y, entonces se buscaron, en pos de la identidad familiar, los  accidentes geográficos cercanos como “Ríos”, “Montaña” etc. o el color de la piel como “Blanco” o “Moreno” o la procedencia del núcleo familiar como “Córdoba” o “Cáceres” y para señalar la diferencia y procurar la identidad, se fueron juntando unos y otros, derivando el primero del padre y el segundo de la madre, como ocurre en la mayoría de los países, o viceversa, como sucede entre los portugueses y los brasileños y aún entre los estadounidenses para mencionar algunas excepciones notables, aun cuando en este último caso el apellido materno que precede al paterno, termina con frecuencia reduciéndose a una inicial, como en el caso de John Fitzgerald Kennedy.

 

De modo que la conformación del apellido obedece a dos fenómenos sociológicos propios de cada etnia, que implican obvias consecuencias jurídicas: la necesidad de identificar el núcleo familiar al que se pertenece y la consecuente presunción de filiación.

El Derecho ha construido esa presunción. En la naturaleza no hay duda de quién es la madre y por eso la traslación de su apellido al hijo no ofrece dificultad. En cambio, la certeza de la paternidad tuvo que ser elevada a presunción. Así, el hijo que nace después de los 180 días subsiguientes al matrimonio o a la declaración de la unión marital de hecho se reputa concebido en el vínculo y tiene por padres a los cónyuges o a los compañeros permanentes.

 

Nuestro legislador ha querido que toda persona tenga dos apellidos para evitar discriminaciones, sea que deriven de los dos progenitores cuando sean conocidos o solo de la madre cuando se ignore el padre. También es claro que nuestra tradición cultural se ha inclinado en señalar como primer apellido el del padre. Esta costumbre se evidencia a través de los procedimientos de reconocimiento de la filiación que concluyen, en caso de salir victorioso, en el consecuente cambio de apellidos del demandante.

No sé si eso sea un fenómeno que pueda calificarse de machista, como también tengo duda de si la costumbre portuguesa de anteponer el apellido materno sea propia de una sociedad matriarcal.

 

Pero sea de ello lo que fuese, la reciente decisión de la Corte Constitucional, conforme a la cual “los padres pueden decidir el orden de los apellidos de sus hijos”, si bien parece inspirada en un laudable propósito de afianzar el postulado de la igualdad de los sexos, puede llevar a “desidentificar” a las personas, desvinculándolas de su núcleo familiar. A este respecto podrían resultar dos o más hermanos, hijos de los mismos padres, con apellidos diferentes, si sus progenitores deciden, en un caso y en otro, asignarles un orden distinto a sus apellidos, o si ello resultase de los respectivos y sucesivos sorteos, en caso de no haber acuerdo.

Pero, además, y estoy partiendo al escribir estas líneas solo de informaciones de prensa respecto a lo resuelto por la Corte Constitucional en relación con la facultad de los padres para decidir el orden de los apellidos de sus hijos, esa decisión, para efectos prácticos, resulta inocua en la medida en que hoy el inscrito puede escoger cualquier apellido, invocando que está fijando su identidad.

 

En efecto, desde el año 1988, las personas a través de escritura pública pueden rectificar, corregir o adicionar su nombre con el fin de fijar su identidad personal. Y aunque el autor de estas líneas cree que este cambio solo debe realizarse en el nombre y no en el apellido, ya que este es una consecuencia de la filiación y no una decisión personal, la Corte Constitucional y la Registraduría Nacional del Estado Civil han decidido e instruido a los notarios que el cambio de nombre puede incluir también el del apellido. En lo que existe claridad es en que, indistintamente de que se modifiquen los apellidos, los nombres de los padres se mantendrán intactos en el Registro Civil que se está modificando, es decir se respeta la “filiación”.

 

Adicionalmente, según ha trascendido, la sentencia ordena que de no haber acuerdo entre los padres, el orden de los apellidos se resolverá por sorteo realizado por la autoridad competente para asentar el Registro Civil, mecanismo que es, por supuesto, ajeno a la función notarial, y contrario al hecho de que la patria potestad se ejerce “conjuntamente” por el padre y la madre.

 

El cambio introducido para que los padres puedan decidir el orden de los apellidos de sus hijos puede, además, generar incertidumbre en aspectos propios del Derecho de Familia y confusiones y trabas para “probar gentilicios” que, con la globalización y la posibilidad de la “doble nacionalidad”, está ahora en auge en Colombia.

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