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La nueva Ley de Arbitraje Ejecutivo: ¿eficacia o garantías en exceso?

Si bien se busca proteger al consumidor, esto puede acabar debilitando la utilidad de la ley y frustrando el objetivo principal.

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12 de Septiembre de 2025

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Iván Darío Gómez Lee
Árbitro, conjuez, PhD y profesor

El arbitraje es la expresión de una justicia pronta, cumplida y eficaz. Un proceso en el que un particular calificado administra justicia, por decisión de las partes mediante una cláusula o pacto arbitral. La Ley 2540 de 2025, promulgada el mes pasado, extendió esta figura al ámbito de los procesos ejecutivos, con la esperanza de lograr una descongestión cercana al 60 % en los despachos civiles. Sin embargo, tal expectativa aún está por confirmarse, pues el arbitraje ejecutivo solo tendrá lugar si el prestamista mantiene firme su adhesión al pacto arbitral; de lo contrario, bastará con que se retracte para que la disputa retorne al cauce de la justicia ordinaria y recaiga, finalmente, en un juzgado como sede del proceso ejecutivo.

La ley por la cual se introduce esa modalidad de arbitraje en procesos ejecutivos tiene varios puntos que merecen mirarse con lupa. Primero: ¿el consumidor que solicita un crédito tiene la facultad libre de negociar las cláusulas o condiciones del contrato (de mutuo) con su prestamista, sea un banco o una persona natural? En principio, no. Cabe tener en cuenta que el préstamo de dinero es la solución a una necesidad personal y también un factor que dinamiza la economía y el crecimiento del Estado.

Esta ley protege al consumidor financiero con ahínco. Por una parte, el artículo 5° señala que en los contratos celebrados con consumidores financieros en los que se convenga un pacto arbitral debe haber un suministro de información clara, suficiente y oportuna, además de verificable, sobre los efectos y alcance del pacto arbitral. Y el artículo 6° incluso contempla un retracto del pacto arbitral, que en materia de arbitraje es inusual. Tal concesión se erigió como la vía legal para superar las resistencias de quienes se opusieron a la norma, arguyendo que resultaba indispensable, en aras de la Constitución, salvaguardar principios como la igualdad y la auténtica expresión de la autonomía de la voluntad, habida cuenta de que se trata de contratos de adhesión en los servicios financieros o en los ofrecidos por otros prestamistas. Resta por verse si este diseño normativo alcanzará la finalidad proclamada de descongestionar los estrados judiciales, o si, por el contrario, el retracto acabará por debilitar el propósito mismo que la ley quiso realizar.

A primera vista, lo anterior parece un triunfo del consumidor, porque evita que el arbitraje se convierta en una imposición encubierta de los bancos. Pero la siguiente pregunta es si este mecanismo no termina vaciando de contenido la misma figura que la ley quería impulsar. ¿De qué sirve crear un carril rápido de ejecución si, al final, el deudor puede retractarse y llevar el proceso a la justicia ordinaria, con la misma congestión de siempre?

El sector financiero, que en buena medida promovió la ley, buscaba precisamente una herramienta para hacer más eficientes sus cobros. Con el retracto se corre el riesgo de que el arbitraje ejecutivo se vuelva una opción inestable, dependiente de la voluntad del deudor. En la práctica, el acreedor queda en una especie de limbo: pacta arbitraje, pero debe esperar semanas o meses para saber si ese pacto realmente se mantiene. Es una inseguridad jurídica que contrasta con la naturaleza misma del arbitraje, que debería ofrecer certeza y rapidez.

Otro punto más complejo aún es pensar que esta nueva ley se lleve al escenario de los contratos estatales. Si bien para el interés general la eficiencia es clave, un proceso de cobro que se frene en forma unilateral puede paralizar obras o servicios. No sería para nada conveniente que un contratista pudiera retractarse del arbitraje y obligar a la entidad pública a volver a la justicia contenciosa, con sus tiempos interminables. Definitivamente, la lógica de protección al consumidor como parte débil, no encaja del todo en el mundo de la contratación estatal. En las contrataciones estatales este tipo de medidas no son aplicables y menos aún viables en la realidad. Al contrario, en lo público el concesionario que financia el proyecto resulta ser parte débil ante el Estado que impone las condiciones de una licitación y de la minuta del contrato.

Esta facultad de retractarse, en últimas, puede terminar siendo una válvula de escape demasiado amplia. Y si bien busca proteger al consumidor, puede acabar debilitando la utilidad de la ley y frustrando el objetivo principal: darle a Colombia un mecanismo ágil y confiable para ejecutar obligaciones.

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