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Actualizado hace 1 minuto | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Análisis Jurisprudencial

Especiales / Análisis Jurisprudencial


¿Debe responder el Estado por la operación de las captadoras ilegales?

17 de Septiembre de 2015

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Adriana Zapata

Doctora en Derecho

 

 

El pasado 23 de junio, el Juzgado Primero Administrativo de Descongestión de Pasto profirió sentencia absolutoria a favor de la Presidencia; los ministerios de Hacienda y Comercio; las superintendencias Financiera, de Sociedades y de Industria y Comercio y 12 entidades públicas, a raíz de la demanda interpuesta por 38 damnificados de las pirámides DRFE, DINERYA y DMG Holding, durante sus operaciones en el sur del país.

 

El fallo marca un hito judicial importante, pues se pronuncia sobre la responsabilidad que cabría al Estado por perjuicios derivados de las pérdidas sufridas por quienes entregan sus recursos a captadoras ilegales, escribiendo un capítulo más de la dolorosa historia de miles de compatriotas que entregan sus ahorros a manos inescrupulosas.

 

En esta decisión de instancia, que aún no hace tránsito a cosa juzgada, el juez definió como problema jurídico la indagación sobre una falla en el servicio de inspección, vigilancia y control de la actividad de captación masiva y habitual de dineros del público por terceros no autorizados. Con arreglo a ese marco conceptual, no es de extrañar que haya acogido la excepción de falta de legitimación por pasiva respecto de aquellas entidades cuyas actividades misionales no incluyen el deber de inspección y vigilancia de la actividad de captación; como tampoco que, por el motivo contrario, estableciera la legitimación de todas las restantes entidades citadas al inicio de este análisis.

 

A lo largo del estudio de las 38 reclamaciones, el juez prefigura tres elementos que lo llevaron a denegar todas las pretensiones, dando lugar al pronunciamiento absolutorio. Veámoslos.

 

El primero de ellos guarda relación con la falta de prueba del perjuicio irrogado. Ocurre que todas las operaciones de entrega de dineros fueron documentadas por los captadores ilegales, mediante la entrega de constancias de recibo, llamadas de distinta manera: formulario de inversiones, tarjetas, “proceso micromercadeo”, formulario de recepción de aporte, entre otros, que los demandantes acreditaron mediante copias simples u originales, a veces sin firma e, incluso, sin mención de la entidad captadora. Estos papeles los tuvo el juez por documentos privados de naturaleza dispositiva, sin eficacia per se respecto de terceros, por lo que, a la luz de la sana crítica, no pudo presumirlos como ciertos.

Este argumento es aplicado en todos los casos, sin importar si el respectivo reclamante fue parte del proceso liquidatorio de la respectiva pirámide, reconocido como víctima e indemnizado. El punto es de interés, pues mientras que la precaria prueba fue considerada suficiente para acreditar la condición de víctima en el proceso liquidatorio, ante el juez administrativo el documento privado no bastó. Parece que este requisito se erige para otros casos similares que se ventilen ante la justicia administrativa como una barrera insalvable, porque no existe manera de probar que esas entidades –caracterizadas, precisamente, por su alta informalidad- sí recibieron los recursos, al paso que ante la justicia penal y en los procesos liquidatorios sí fueron base suficiente para acreditar la captación.

 

El siguiente elemento que descuella es el del daño, cuya demostración resultaba fundamental para la estructuración de la falla en el servicio. Para el juzgador, aun si los demandantes hubiesen probado el perjuicio mediante evidencia incontrovertible de la “inversión”, no se habría tratado de un daño antijurídico, conclusión a la que llega a partir de las declaraciones de los damnificados en las que afirmaron no haber consultado los registros mercantiles de las captadoras, como tampoco haberse cerciorado ante la Superfinanciera acerca de la legalidad de la entidad o preguntado sobre la procedencia de los dineros con los que se les habrían de reconocer las utilidades, ni lo desproporcionado de estas últimas. Para el juez, esta ausencia de indagación denota una falta de previsión elemental y aceptación tácita del riesgo que emana de la búsqueda de rendimientos exorbitantes.

 

Piedra angular de la presente decisión, este razonamiento desemboca en la conclusión de que el daño no fue antijurídico, es decir, de aquellos que un particular no está obligado a soportar, pues fue la causa del mismo, y ello, en aplicación de la jurisprudencia del Consejo de Estado según la cual “solamente resultan antijurídicas las lesiones causadas por el Estado a los derechos de las personas que no surjan de su anuencia, aceptación o que son propiciadas por ellos mismos” (C. E., Secc. Tercera. Rad. 41001-23-31-000-1990-05732-01 (12158), dic. 5/05, C. P. Alier Hernández).

 

El contrapeso a esta visión lo aportaban las propias declaraciones de los damnificados quienes adujeron que la actividad llevaba mucho tiempo e, incluso, que se había expandido a otras poblaciones, como también que estas entidades operaban a ojos del público y de las autoridades. En este argumento va implícito el reclamo de los accionantes ante la permisividad de las autoridades locales. Sin embargo, prevaleció en el criterio del juzgador la toma consciente e imprudente de riesgo.

 

La captación masiva ilegal requiere no solo de un captador, sino también de particulares ávidos de rendimientos, a veces superiores al capital invertido. En sus variantes más conocidas -pirámides y esquemas Ponzi-, el presupuesto es que se obtendrán ganancias desmedidas fondeadas con depósitos de otros y no como resultado de un proceso de intermediación financiera. Inexorablemente, estos esquemas terminan en quiebras estruendosas, porque la vinculación de nuevos adeptos en número suficiente para el pago de los rendimientos se torna imposible al requerir que la base crezca en forma exponencial. Pirámides y esquemas Ponzi han florecido en todas las economías y nunca el grado de sofisticación de los depositantes ha sido óbice: desde acaudalados rentistas neoyorkinos, hasta modestos trabajadores de pequeñas localidades de cualquier país en vía de desarrollo, evidenciando la coincidencia en la motivación: dinero fácil con un alto riesgo.

 

Como último de sus fundamentos, el fallo evoca el artículo 84 de la Constitución, para desestimar las pretensiones, señalando que el Estado puede intervenir y sancionar la actividad de los particulares, pero no hasta el punto de delimitar la voluntad en las actuaciones y negocios jurídicos privados. No parece excesivo cuestionar la pertinencia de invocar esta disposición, pues la línea divisoria entre la captación masiva y habitual legal y la ilegal está definida, no solo por las autorizaciones que para el primer caso son requeridas, sino además porque, según las normas vigentes, cuando se tienen obligaciones con más de 20 personas o el número de operaciones excede de 50, esa captación es ilegal. En tales circunstancias, corresponde al Estado perseguir y reprimir estas conductas, desconociendo el acuerdo privado, en aras de proteger el interés público, como en efecto se hizo en este caso.

Como reflexión final cabe señalar que la carrera contra el tiempo de fines del año 2008, con declaratoria de emergencia social incluida (Dtos. 4333 y 4334 de noviembre de ese año), fue precedida de una actividad muy extendida en el tiempo: los billones perdidos no se captaron de un día para otro. El Tribunal Administrativo de Nariño tiene ahora la palabra.

 

Comentaristas invitados

 

Antonio José Núñez

Experto en Derecho Financiero y Bancario 

 

 

 

Otra forma de ver a las captadoras ilegales conocidas como pirámides es como una manifestación del problema de la acción colectiva, según lo propone el profesor Saúl Levmore, de la Universidad de Chicago. La sociedad en su conjunto se beneficiaría si aquellas no existieran, pues desperdician recursos de ahorro que podrían haberse destinado a inversiones productivas, a la vez que comprometen cuantiosos dineros estatales en los procesos penales y de liquidación a que suelen dar lugar. Sin embargo, una vez que alguien invierte en una pirámide no tiene incentivo para retirarse de ella y denunciarla, porque, si procede de buena fe supondrá que la rentabilidad es legítima y se mantendrá indefinidamente, y si actúa sabiendo que no hay real negocio subyacente, presumirá que aún falta algún tiempo para que colapse y creerá que aún puede seguirse beneficiando de ella. Lo propio ocurre con las autoridades de supervisión, quienes se demorarán mientras adquieren certeza del carácter puramente especulativo de la actividad y luego temerán intervenir por no provocar el colapso. Esto llevará a que, en casi todos los casos, la intervención gubernamental sea tardía, ya que los inversionistas solo se quejarán cuando no les rembolsen sus aportes, lo cual únicamente ocurrirá cuando la pirámide esté colapsando. Luego, toda intervención estatal será tardía en cuanto a evitar perjuicios se refiere.

 

¿Debería el Estado ser responsable por no actuar oportunamente para detener las pirámides? En el marco de la economía clásica, el Estado no tiene responsabilidad por los perjuicios que los particulares sufran por su propia iniciativa, ya que cada quien debe velar por sí mismo. Pero en la visión neoinstitucional, la falla de mercado justifica la intervención del Estado, así como su posible responsabilidad en caso de que esta fuera inoportuna o insuficiente. La perspectiva conductista igualmente apoyaría tanto la intervención como la responsabilidad, con base en nuestra inteligencia limitada, que induce a muchos a confiar excesivamente en las opiniones ajenas y a pensar “mágicamente” cuando ello resulta conveniente. Dicha responsabilidad induciría a las autoridades a ser más vigilantes, lo que dificultaría la consolidación de las pirámides.

 

Sin embargo, igualmente sería vista por todos como prueba de la licitud de la inversión en pirámides, pues si el Estado tiene que indemnizar a quienes incurran en pérdidas por esta actividad, es razonable concluir que la misma no tiene connotación negativa. Esto induciría a más personas a crear pirámides e invertir en ellas, en el supuesto de que cuando fracasen el Estado responderá por el dinero que se pierda, como lo hubiera hecho si los fondos hubieran sido depositados en cuentas bancarias. Luego, la mayor supervisión del Estado tendría como contrapartida un menor autocuidado de los particulares. Pero las sociedades liberales están edificadas sobre la autodeterminación de los particulares, que pueden hacer lo que la ley no prohíba y sobre la limitación en el ámbito de acción de las autoridades, que solo pueden hacer lo que la ley les permite.

 

Luego, responsabilizar al Estado de los perjuicios sufridos por los particulares en estos casos contradice los fundamentos mismos de nuestro sistema político y representa un paternalismo excesivo que da incentivos equivocados. Es claro que es más fácil para las personas no meterse en situaciones riesgosas que para el Estado protegerlas de sí mismas.

 

 

Maximiliano Rodríguez Fernández

Socio Sotomonte & Sotomonte Abogados Asociados 

 

 

 

En un Estado social de derecho la responsabilidad moral y jurídica del Estado se enmarca en las obligaciones que le impone la Constitución y la ley, por lo que el análisis de la sentencia del 23 de junio del 2015 debe realizarse bajo la égida de la responsabilidad extracontractual del Estado y su relación inescindible con los principios que rigen sus actuaciones. En ese sentido, encontramos que el fallo adolece de una escasa argumentación jurídica en relación con la responsabilidad de las entidades demandadas, particularmente, la Superintendencia Financiera, entidad que, según lo señalado en nuestro marco legal, tiene la obligación de supervisar la captación y administración de recursos del público en los términos del artículo 335 de la Carta Política. El fallo analizado presenta, en concreto, los siguientes inconvenientes:

 

(i) Es deficiente en el estudio de los elementos de la causalidad y del soporte de la responsabilidad -que en el caso que nos ocupa es la teoría de la falla en el servicio-. Los dos elementos tienen un vínculo material, ya que con respecto a la causalidad debemos encontrar a quién le debemos imputar el daño, y con respecto al segundo, debemos sustentar el por qué debe responder; uno y otro se entrelazan en su análisis. Con relación al segundo elemento, la causalidad, el fallo sin realizar un mínimo análisis de la misma concluyó que el daño es atribuible o imputable a los demandantes, prescindiendo de la necesaria valoración de las actuaciones activas y/u omisivas de las entidades demandadas, las cuales, se insiste, ni siquiera analiza. Tal omisión no tiene justificación en sede de causalidad, ya que frente al daño concurrieron, en principio, una pluralidad de causas, entre esas las actuaciones y/u omisiones de las entidades demandas, así como la culpa de la víctima o el hecho de un tercero. No queremos en este momento tomar partido respecto a la causa adecuada del daño, pero consideramos que no es aceptable que en el fallo no exista sustentación al respecto.

 

(ii) Ahora bien, con relación al concepto de daño antijurídico y la teoría de la falla en el servicio en el cual se inserta, el fallo analizado, nuevamente y con facilismo o ignorancia, omite realizar un estudio de las obligaciones y deberes que le asistían a las entidades demandadas. Lo anterior, es de suyo relevante si tomamos la definición de falla en el servicio desarrollada por el derecho francés, como la violación del contenido obligacional a cargo del Estado. Es en este elemento de la responsabilidad donde trascienden con toda su fuerza los conceptos de democracia, Estado social y constitucional de derecho, ya que los mismos irradian la responsabilidad civil del Estado colombiano. No sobra cuestionarnos en este punto: (i) ¿Cuál fue el rol del Estado que ostenta esas características, cuando se permitió que durante varios años empresas captaran dinero del público y frente a ellas no haya existido el control necesario que hubiese permitido evitar o morigerar los daños invocados? (ii) ¿Dónde estuvo presente el Estado durante ese periodo de tiempo cuando las conductas desarrolladas por las empresas captadoras eran hechos notorios, ejecutadas en lugares abiertos al público, debidamente organizados en cuanto a su logística y, en muchos casos, con ayuda de la fuerza pública y con la anuencia y participación activa de las autoridades municipales y departamentales?

 

Al observar la falta de acción del Estado en estos casos, parecería evidente la configuración de la falla en el servicio, por lo que no se explica por qué el fallo no analiza siquiera, ni mucho menos reconoce, el incumplimiento de las obligaciones constitucionales y legales de algunas de las entidades demandadas. Por el contrario, se despacha simplemente señalando que los demandantes debieron cerciorarse por sus propios medios “de la proveniencia de los recursos que se prometían como contraprestación de la entrega del capital”, algo que las autoridades competentes solo pudieron hacer con el devenir de la crisis de las pirámides.

 

En suma, el fallo en la parte considerativa no establece ni confronta las actuaciones activas u omisivas de los demandantes y de las entidades demandadas, lo cual de manera rigurosa le hubiese permitido determinar la participación de cada una de ellas en la génesis del daño.

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