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Corrupción y sociedad: un enfoque sociológico con mirada optimista

Casos como los países nórdicos, o experiencias exitosas en ciudades latinoamericanas, muestran que los contextos pueden reformarse.

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Corrupción y sociedad: un enfoque sociológico con mirada optimista

16 de Junio de 2025

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Jaime Daniel Salazar Cardona
Experto en Contratación Estatal y magíster en Políticas Anticorrupción

Durante décadas, la lucha contra la corrupción ha estado dominada por enfoques técnico-institucionales y jurídicos que, aunque necesarios, han resultado insuficientes. En particular, la teoría del agente-principal ofreció una promesa seductora en los años noventa: si los ciudadanos –como principales– contaban con mejores mecanismos de control podrían supervisar eficazmente a los gobernantes –sus agentes– y reducir así los niveles de corrupción. Sin embargo, al cabo de más de dos décadas, los resultados son poco alentadores. ¿Por qué estas reformas no han generado el cambio esperado? ¿Es la corrupción una condena estructural o hay espacio para la transformación social?

Este artículo aborda estas preguntas desde un enfoque sociológico, considerando las dimensiones socioestructurales, culturales e institucionales que influyen en la reproducción de la corrupción. Asimismo, y en contraste con las aproximaciones fatalistas, propone una visión de optimismo sociológico: la idea de que es posible transformar los patrones sociales y culturales que sustentan la corrupción mediante estrategias integrales que reconozcan la complejidad del problema.

La teoría del agente-principal, inspirada en el análisis empresarial, presupone que el ciudadano (principal) tiene un interés intrínseco en controlar al político (agente) y que, al reducir la asimetría de información, se lograrán mecanismos efectivos de rendición de cuentas. Desde esta óptica, los problemas de corrupción se explican por fallas técnicas en el diseño institucional: falta de transparencia, debilidad en los órganos de control, insuficiencia de sanciones.

Sin embargo, este enfoque tecnocrático asume que los ciudadanos están motivados y organizados para ejercer control. En la práctica, esta premisa no siempre se cumple. En contextos marcados por desconfianza institucional, clientelismo, desigualdad y ausencia de capital social, los principales no ejercen ese control, aun cuando se les brindan las herramientas.

La razón de fondo no es técnica, sino sociológica: las instituciones no operan en el vacío, sino dentro de entornos sociales cargados de significados, prácticas, redes de poder e historia. El ciudadano no es un autómata racional aislado, sino un actor inmerso en relaciones sociales que condicionan sus percepciones, sus acciones y su capacidad de agencia colectiva.

Una de las claves para entender el fracaso de las reformas inspiradas en el modelo agente-principal es el dilema de la acción colectiva. En sociedades donde la percepción de corrupción es alta, los individuos tienden a buscar soluciones individuales, desconfiando del efecto de la acción colectiva. Si todos perciben que nadie actúa con ética o por el bien común, se incentiva el oportunismo: ¿por qué yo debo comportarme de manera íntegra si los demás no lo hacen?

Esto produce un círculo vicioso: a mayor percepción de corrupción, menor disposición a actuar colectivamente, y cuanto menor es la acción colectiva, más espacio hay para que los agentes públicos actúen sin control. Esta trampa sociológica no se resuelve únicamente con mejores leyes, sino con un cambio en las estructuras normativas, sociales y culturales.

La corrupción, desde este ángulo, no es solo una violación legal o un problema de gobernanza. Es un hecho social total (en sentido maussiano), que atraviesa formas de relación, sistemas de valores, jerarquías de poder y expectativas sobre el Estado. Y, por lo tanto, requiere una respuesta holística e interdisciplinaria.

Por otro lado, una dimensión crítica del fenómeno es su normalización cultural. En muchos contextos, la corrupción no se vive como un delito, sino como una práctica cotidiana legitimada por la costumbre, el discurso moral o la necesidad. Las frases “el que no roba es porque no puede”, “todos lo hacen” o “si no lo hago yo, lo hará otro” reflejan esta interiorización cultural de la corrupción.

Este punto es clave: cuando las normas sociales permiten o toleran la corrupción, los marcos legales formales pierden eficacia. Las reglas informales, invisibles pero poderosas, moldean las decisiones individuales más que los códigos escritos. La impunidad no siempre es jurídica; muchas veces es social.

Por eso, las reformas anticorrupción deben incluir estrategias de transformación cultural: educación ética, medios de comunicación comprometidos, símbolos sociales de integridad, construcción de ciudadanía activa. Se trata de construir contraculturas de legalidad, donde la honestidad y la responsabilidad pública dejen de ser excepciones heroicas y se conviertan en normas compartidas.

Frente al diagnóstico oscuro que plantea el dilema de acción colectiva y la normalización cultural, cabe preguntarse: ¿hay lugar para el optimismo? ¿Es posible una regeneración ética de la vida pública? La respuesta es afirmativa, aunque con matices.

El optimismo sociológico no es ingenuidad ni voluntarismo. No niega los obstáculos estructurales ni los factores de reproducción social de la corrupción. Pero sí afirma que las sociedades cambian, que las normas se transforman y que la acción colectiva es posible cuando se crean las condiciones para ella. Estas condiciones están relacionadas con algunos factores como políticas públicas que promuevan la equidad y reduzcan las desigualdades estructurales, fuente profunda de la desconfianza, la educación crítica, que forme sujetos capaces de cuestionar el orden establecido y actuar en comunidad, los liderazgos éticos capaces de movilizar el cambio desde lo simbólico y lo institucional, espacios de participación ciudadana reales y efectivos, no meramente decorativos.

Casos como los países nórdicos, o experiencias exitosas en ciudades latinoamericanas, muestran que los contextos pueden reformarse. No es rápido ni fácil, pero es posible. Allí donde se crean entornos sociales de cooperación, donde la integridad se reconoce y se premia, y donde las instituciones responden con justicia y eficacia, el control ciudadano puede florecer.

A manera de conclusión se podría decir que el combate a la corrupción requiere mucho más que reformas técnicas. Es un desafío eminentemente sociológico y político, que implica modificar no solo las estructuras institucionales, sino las estructuras de sentido, las relaciones sociales y las expectativas colectivas. La teoría del agente-principal debe ser complementada con un enfoque más complejo, que considere los dilemas de acción colectiva, la cultura política y las dinámicas sociales de legitimación.

Solo así podremos diseñar estrategias sostenibles y eficaces para transformar nuestras sociedades. Apostar por el optimismo sociológico no es cerrar los ojos a la realidad, sino afirmar que el cambio es posible cuando se comprende la complejidad del fenómeno y se movilizan las fuerzas sociales para enfrentarlo.

Apostilla

Si el entorno social es un entorno el que predomina en este tipo de percepciones tan negativas sobre el funcionamiento de las instituciones de gobierno, la teoría de la gente principal no nos sirve. Tenemos que actuar de otra manera, tenemos que diseñar nuestras reformas de lucha contra la corrupción de una manera que evite el problema del dilema de acción colectiva. Es necesario realizar un diagnóstico para cada grupo social en el que queremos intervenir y revisar, entre otros indicadores, el de percepción vs. el de victimización del fenómeno y así y generar mayor coordinación entre los comportamientos de los individuos para tener menos problemas de acción colectiva en este tipo de sociedades. A este tipo de ejercicios nos referiremos en una próxima oportunidad.

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