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La inaplicabilidad de la Ley de Infancia y Adolescencia frente a crímenes graves: una discusión impostergable

Proteger a los niños implica ampararlos también del crimen organizado, de los entornos violentos, y de sí mismos cuando transgreden límites irreparables.

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Negligencia estatal y tentativa de homicidio: el caso Miguel Uribe Turbay

19 de Junio de 2025

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Víctor Mosquera Marín
Abogado y doctor en Derecho Internacional Público
Socio Director de Víctor Mosquera Marín Abogados

En Colombia, la Ley 1098 de 2006, Código de Infancia y Adolescencia, establece un modelo de justicia restaurativa, pedagógica y especializada para adolescentes en conflicto con la ley penal. Este marco normativo, si bien cumple con mandatos internacionales de protección integral, ha demostrado límites alarmantes cuando se enfrenta a hechos de extrema gravedad como homicidios, secuestros, violaciones agravadas o actos vinculados al crimen organizado.

La aplicación automática de esta ley a toda persona menor de 18 años, sin distinguir la naturaleza del delito ni el nivel de desarrollo cognitivo del autor, se ha convertido en un punto ciego del sistema jurídico. No se trata de promover un sistema punitivo desproporcionado, sino de admitir que los crímenes atroces requieren un tratamiento diferenciado. Lo contrario perpetúa una impunidad institucionalizada bajo la apariencia de protección.

En un Estado de derecho, la proporcionalidad entre el delito y la respuesta estatal no puede diluirse por la edad del agresor, cuando se trata de hechos que generan daño irreparable a las víctimas y a la sociedad. El principio de especialidad que protege a los adolescentes debe aplicarse con racionalidad, no como una cláusula de inmunidad automática. La garantía de no repetición, el derecho de las víctimas a la verdad y a la justicia, y la función preventiva del derecho penal, no desaparecen porque el victimario tenga 15 o 17 años.

La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha establecido: el deber de garantía impone al Estado la obligación de prevenir, investigar y sancionar las violaciones graves a los derechos humanos. Es entonces que, si un adolescente comete un crimen que atenta contra la vida, la integridad o la libertad personal, el Estado no puede responder con medidas simbólicas. El castigo no debe ser vengativo, pero sí proporcional, efectivo y con contenido disuasivo. De lo contrario, el sistema se convierte en cómplice de la violencia y generadora de peligros futuros.

Contrario al discurso común, en mi opinión, los instrumentos internacionales no prohíben que los Estados adopten medidas más estrictas frente a adolescentes que cometen delitos, especialmente los que son graves. Las Reglas de Beijing, por ejemplo, permiten considerar la “gravedad de la infracción” al momento de definir la sanción. El Comité de los Derechos del Niño ha sostenido que los sistemas juveniles deben garantizar justicia restaurativa, pero también respuestas proporcionales. La jurisprudencia comparada como España, Alemania, Chile, EE UU, entre otros, ya contempla cláusulas de excepción para transferir ciertos casos a la jurisdicción ordinaria cuando el hecho lo justifica y se cumplen garantías reforzadas.

Urge una reforma normativa: cláusula de excepción para crímenes atroces

Colombia debe reformar el Código de Infancia y Adolescencia, para que este incluya una cláusula de excepción que permita una transferencia excepcional de los adolescentes entre 14 y 18 años para que respondan ante la justicia penal ordinaria cuando concurran: (i) delitos especialmente graves, (ii) capacidad de comprensión plena del hecho, (iii) participación voluntaria y determinante, y (iv) riesgo comprobado de reincidencia. Esta transferencia debe ser decidida por un juez, con debido proceso, defensa técnica reforzada y condiciones penitenciarias diferenciadas.

El país no puede seguir normalizando que adolescentes que cometen homicidio, crímenes de odio, genocidio, lesa humanidad, agresiones sexuales o torturas, sean tratados como menores extraviados en busca de orientación. La ley debe proteger a los jóvenes, sí, pero también a la sociedad. Es momento de dejar de idealizar la minoría de edad como un escudo absoluto. La aplicación ciega de la Ley de Infancia frente a crímenes atroces perpetúa el dolor de las víctimas y erosiona la confianza ciudadana en la justicia.

Proteger a los niños implica ampararlos también del crimen organizado, de los entornos violentos, y de sí mismos cuando transgreden límites irreparables. Eso no se logra con leyes indulgentes, sino con justicia equilibrada.

La comparación resulta incómoda pero necesaria: los niños soldados reclutados a la fuerza en contextos de conflicto armado son reconocidos como víctimas bajo el derecho internacional. Se presume su falta de voluntad y autonomía. Pero los jóvenes sicarios en contextos urbanos, que cobran por matar, que deciden ingresar y permanecer en organizaciones criminales ¿merecen la misma presunción de inocencia estructural?

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