Justicia, derechos humanos y el rol de las Fuerzas Armadas en Colombia
La violencia y el abuso de poder no pueden ser la norma en un Estado que aspira a la paz y la equidad.Openx [71](300x120)

17 de Junio de 2025
Roberto Cruz Palmera
Profesor de Derecho Penal de la Universidad de Valladolid (España)
Correo electrónico: rcruz@uva.es
La imputación de cargos contra dos policías por la muerte de un soldado y la detención arbitraria de un líder indígena en La Tagua (Putumayo) no es un hecho aislado. Es un espejo que refleja las tensiones estructurales en la relación entre el Estado, sus fuerzas de seguridad y las comunidades vulnerables en Colombia. Este episodio, ocurrido en el 2024, según la prensa nacional, no solo exige respuestas inmediatas, sino también una profunda reflexión sobre los valores que deben guiar a las instituciones encargadas de la protección de la vida y los derechos humanos en nuestro país.
Para entender el peso de este caso, es crucial desmenuzar los hechos. Todo comenzó cuando un soldado, armado con su fusil de dotación, asesinó a tres compañeros y emprendió la huida. Este evento, ya de por sí grave, desató una cadena de decisiones por parte de la Policía que hoy son objeto de cuestionamientos judiciales. La presunta ejecución extrajudicial de un soldado y la captura irregular de un líder indígena no solo son hechos reprochables en términos éticos, sino que constituyen violaciones flagrantes al derecho internacional de los derechos humanos y al derecho penal colombiano.
Uno de los pilares fundamentales de un Estado democrático es el monopolio legítimo del uso de la fuerza, pero ese monopolio debe estar regulado estrictamente por el principio de proporcionalidad. Es decir, las autoridades tienen el deber de actuar de manera medida y racional, respetando siempre los derechos fundamentales de las personas, incluso de aquellas que han cometido delitos.
La presunta ejecución de un soldado bajo custodia podría configurarse como una violación del derecho a la vida, consagrado no solo en la Constitución (art. 11), sino también en tratados internacionales como la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Por otro lado, la detención irregular del líder indígena plantea interrogantes sobre el cumplimiento del debido proceso y otros aspectos de interés. El artículo 29 de la Constitución establece que toda persona tiene derecho a un juicio justo y a no ser detenida arbitrariamente. Este principio es particularmente sensible cuando se trata de líderes indígenas, quienes no solo representan a sus comunidades, sino que también suelen estar en la primera línea de defensa de los derechos colectivos y ambientales en territorios históricamente desprotegidos.
En zonas como el Putumayo, los líderes indígenas enfrentan un doble desafío: proteger a sus comunidades de los efectos del conflicto armado y, al mismo tiempo, lidiar con la estigmatización que muchas veces proviene del propio Estado. La criminalización de estos líderes no es un fenómeno nuevo. Por el contrario, tiene raíces profundas en un sistema que históricamente ha privilegiado una visión centralista y desconfiada de las comunidades indígenas. Según cifras recientes, los pueblos indígenas constituyen el 4,4 % de la población colombiana, pero sufren desproporcionadamente violaciones a sus derechos. Retomando, el líder detenido en este caso probablemente pertenece a una comunidad que ha luchado por la defensa de su territorio frente a la minería ilegal, los cultivos ilícitos y el desplazamiento forzado. Detenciones arbitrarias como esta no solo afectan al individuo, sino que envían un mensaje intimidatorio a comunidades enteras, debilitando su capacidad de organización y resistencia.
Este caso también debe servir para que el sistema judicial colombiano reitere su compromiso con la justicia. Los fiscales y jueces tienen una oportunidad invaluable para demostrar que las violaciones a los derechos humanos no quedarán impunes, sin importar si son cometidas por actores estatales o no estatales. Además, la sociedad colombiana debe exigir que este episodio no sea tratado como un hecho aislado, sino como un síntoma de una problemática más amplia que requiere soluciones integrales. Para avanzar, se necesitan reformas concretas:
- Fortalecimiento de la formación policial y militar: no basta con enseñar tácticas de combate; es imprescindible que los uniformados reciban formación rigurosa en derechos humanos, enfoque diferencial y resolución pacífica de conflictos.
- Mecanismos de supervisión y rendición de cuentas: las fuerzas del orden deben contar con sistemas internos y externos de control que sean efectivos, transparentes y accesibles para la ciudadanía.
- Reconocimiento y protección de los pueblos indígenas: es fundamental que el Estado reconozca a los líderes indígenas como aliados en la construcción de paz, y no como obstáculos. Esto incluye garantizar su participación en la toma de decisiones que afectan sus territorios.
- Justicia reparativa: las víctimas de estos hechos, tanto el soldado asesinado como el líder indígena detenido de forma ilegítima, merecen reparación integral. Esto incluye medidas simbólicas, como disculpas públicas, y materiales, como compensaciones económicas y garantías de no repetición.
La violencia y el abuso de poder no pueden ser la norma en un Estado que aspira a la paz y la equidad. Este caso nos recuerda que los derechos humanos no son un lujo, sino el fundamento de toda sociedad democrática. Es hora de que Colombia deje atrás la lógica del conflicto y abrace un modelo donde la seguridad y la justicia vayan de la mano, respetando siempre la dignidad humana. Solo así construiremos un país en el que ningún soldado, líder indígena o ciudadano tenga que temer a quienes juraron protegerlos.
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