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Feminicidio, cuando la amenaza de la pena no es suficiente

Junto con la aplicación coherente y justa del marco penal vigente, es indispensable avanzar en estrategias complementarias que aborden las raíces del problema.
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30 de Mayo de 2025

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Carlos Alberto Jiménez Cabarcas
Magíster en Ciencias Penales y Criminológicas
Contacto:
carlos@abogjimenez.com

Recientemente, se conocieron unos audios del individuo que, según las autoridades, es el responsable de un atroz feminicidio ocurrido años atrás en el municipio de Manatí (Atlántico). En las grabaciones, con perturbadora tranquilidad, el victimario le decía a la víctima que no sentía temor de ser hallado culpable por las autoridades, afirmaba, incluso, que estaba dispuesto a recibir la pena que fuera necesaria, siempre y cuando pudiera ejercer su venganza.

Según las investigaciones, los móviles del crimen estarían vinculados con el control, los celos y otros factores de tipo emocional y estructural que, lamentablemente, suelen estar presentes en los casos de violencia de género. Este lamentable hecho nos permite reflexionar sobre la forma en que el Estado se encuentra enfrentando esta problemática. La respuesta predominante frente a estos crímenes ha sido, históricamente, el endurecimiento del aparato penal como mecanismo de control. Sin embargo, esta lógica punitivista se queda corta cuando nos enfrentamos a realidades como en la que el agresor no se ve disuadido por la posibilidad de pasar décadas en prisión bajo condiciones muy precarias.

Si bien el artículo 4º del Código Penal establece que una de las funciones de la pena es la prevención general (es decir, disuadir a los ciudadanos de cometer hechos punibles mediante la intimidación que representa el castigo legal), la Corte Constitucional ha precisado que esta función se cumple en el momento mismo en que el legislador expide la norma. No obstante, este caso evidencia que dicha finalidad no siempre se alcanza: el castigo, por severo que sea, no logra intimidar a todos los potenciales agresores, sobre todo en los casos de violencia de género.

Un claro ejemplo de esta tensión entre norma y realidad se encuentra en la evolución legislativa colombiana: primero, con la Ley 1257 de 2008, que introdujo el agravante del homicidio cuando recae sobre una mujer (por el hecho de ser mujer) y más tarde, con la Ley 1761 de 2015, conocida como la Ley Rosa Elvira Cely, que tipificó el feminicidio como un delito autónomo. Sobre este punto, la Sala de Casación Penal de la Corte Suprema de Justicia ha indicado que la intensificación de las penas por comportamientos que tienen como sujeto pasivo a una mujer permite visibilizar la violencia de género y tomar con mayor conciencia sus causas, lo cual es indispensable para avanzar en su erradicación. Sin embargo, visibilizar no siempre implica prevenir. La persistencia de estos crímenes, a pesar del fortalecimiento del marco punitivo, demuestra que las penas no todas las veces cumplen con su propósito disuasorio, de ahí la urgencia de redirigir los esfuerzos hacia enfoques más eficaces que ataquen las causas estructurales de la violencia.

Así, queda en evidencia que hay personas para quienes el castigo penal, por más riguroso que sea, no funciona como un mecanismo de contención, debido a trastornos en su salud mental, una limitada capacidad para regular sus emociones y una visión distorsionada de las relaciones en las que interactúan con las mujeres. La intolerancia, el machismo arraigado y la incapacidad de manejar la frustración pueden llevar a que, aun considerando las consecuencias legales, se llegue a la peligrosa convicción de que el objetivo del delito compensa, a juicio del agresor, las consecuencias legales que entraña.

Lo anterior no implica desconocer el papel del derecho penal en la respuesta institucional frente a la violencia de género, de hecho, actualmente la ley penal permite sancionar a un feminicida con la pena más alta que contempla el ordenamiento jurídico colombiano para un delito individual: 50 años de prisión. Esta medida cumple con solvencia la función de visibilizar la gravedad del fenómeno, por lo que no es necesario (ni sensato) desgastarse en extender aún más las penas, restringir todavía más los derechos de las personas investigadas o condenadas por este tipo de delitos, ni mucho menos promover propuestas extremas como la cadena perpetua o la pena de muerte, cuya eficacia preventiva carece de sustento y que van en contra del principio de dignidad humana, de manera que el enfoque no puede reducirse al castigo.

Junto con la aplicación coherente y justa del marco penal vigente, es indispensable avanzar en estrategias complementarias que aborden las raíces del problema. Una de ellas es fortalecer el acceso a servicios de salud mental y el tratamiento adecuado de las afectaciones emocionales, tanto en niños, niñas y adolescentes como en personas adultas de todos los géneros. Este tipo de intervenciones no reemplazan la función punitiva del Estado, pero sí pueden ofrecer caminos más eficaces para reducir la forma más extrema y destructiva de la violencia de género, la que mata.

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