El lenguaje del poder: neutralidad, responsabilidad y prevención en tiempos de polarización
Los Estados tienen la obligación de asegurar que el lenguaje institucional no se convierta en un arma más de la confrontación política.Openx [71](300x120)

03 de Julio de 2025
Víctor Mosquera Marín
Abogado. Doctor en Derecho Internacional Público y magíster en Derechos Humanos, Sapienza Universidad de Roma
Las palabras de un jefe de Estado no equivalen a simples opiniones. No son tuits aislados ni expresiones espontáneas. Constituyen actos de poder con potencial jurídico, simbólico y práctico. En contextos polarizados, su alcance puede ser tan estructurante como una política pública y tan nocivo como una omisión institucional.
Los sistemas internacionales de protección de derechos humanos han sido categóricos: cuando quien habla es el Presidente de la República, el lenguaje no puede ser interpretado como expresión personal, sino como prolongación del aparato estatal. La Corte Europea de Derechos Humanos y la Corte Interamericana de Derechos Humanos han advertido que el uso de discursos estigmatizantes por parte de funcionarios públicos puede constituir una forma de violencia institucional, cuyos efectos sobre la seguridad, la dignidad y la participación de las víctimas se materializan más allá de lo simbólico.
La reciente jurisprudencia interamericana y la doctrina del Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas refuerzan un principio crucial: los titulares de poder público tienen el deber reforzado de evitar expresiones que puedan incitar a la violencia, alimentar hostilidad o legitimar socialmente la persecución ideológica. No se trata de censura previa, sino de una exigencia de proporcionalidad y previsibilidad.
Este estándar tiene antecedentes sólidos. Uno de los más paradigmáticos es el caso Prosecutor v. Nahimana et al., resuelto por el Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR), donde se demostró que una narrativa sistemática desde medios controlados por el poder, aun sin dar órdenes directas, fue clave para facilitar un entorno proclive al genocidio. La sentencia subraya que el contexto, la reiteración, el tono y la carga semántica del discurso son elementos determinantes para establecer responsabilidad institucional e incluso penal.
Colombia, si bien se encuentra en un escenario democrático y no en un conflicto armado como el ruandés, comparte un elemento de alarma: la violencia política histórica ha sido precedida muchas veces por campañas de estigmatización, narrativas de exclusión y discursos de polarización radical. En tal escenario, la línea entre la crítica política y la deshumanización del opositor es delicada, pero jurídicamente relevante.
Cuando un jefe de Estado califica a un senador opositor como heredero de regímenes criminales, lo vincula simbólicamente con estructuras armadas o lo presenta como un agente del mal institucional, lo que está en juego no es la veracidad del señalamiento, sino la legitimación social del odio y el debilitamiento del principio de pluralismo político. Estos efectos no necesitan instrucciones explícitas para producirse: basta con un entorno construido, sostenido y amplificado por el poder.
Desde la perspectiva del Derecho Internacional, el artículo 20.2 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, así como el artículo 13.5 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, establecen que la apología del odio que constituya incitación a la violencia debe estar prohibida por ley y puede generar responsabilidad estatal e individual. Esta prohibición incluye y, sobre todo, exige un especial cuidado en el uso del lenguaje por quienes ejercen el poder.
En ese sentido, las democracias no solo deben proteger la libertad de expresión; deben también prevenir su abuso cuando el emisor tiene capacidad institucional para movilizar afectos, percepciones y comportamientos de forma masiva. El discurso presidencial debe ser prudente, no por temor al disenso, sino por compromiso con el principio de no agresión, la protección de la vida y la integridad de quienes piensan diferente.
La experiencia reciente en Colombia ha demostrado que la palabra no es neutra. La historia enseña que cuando el lenguaje del poder se convierte en herramienta de deslegitimación sistemática del opositor, el siguiente paso puede ser la violencia. No porque el presidente dé la orden, sino porque su narrativa puede ser interpretada por actores radicales como una habilitación simbólica para actuar.
Los Estados tienen, entonces, la obligación reforzada de proteger a quienes disienten, de garantizar que la oposición no sea tratada como enemiga interna y, sobre todo, de asegurar que el lenguaje institucional no se convierta en un arma más de la confrontación política.
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