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¿Defensor público o de confianza? Un dilema constitucional

La defensa de oficio cumple una función constitucional de gran valor, pero su aplicación debe ceñirse estrictamente a los supuestos previstos en la ley y la jurisprudencia.

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11 de Septiembre de 2025

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Julián Rodrigo Velásquez Martínez
Abogado y asesor en materia penal
Miembro del Colegio de Abogados Penalistas de Colombia

En el contexto del proceso penal colombiano, uno de los derechos fundamentales más sólidos del imputado es el acceso a una defensa técnica adecuada. El artículo 29 de la Constitución Política consagra el derecho de toda persona a contar con la asistencia de un abogado de confianza, salvo en aquellos casos en los que, por ausencia, renuncia o imposibilidad, resulte indispensable la designación de un defensor público. Este último cumple una función esencial: garantizar el acceso a la justicia de quienes carecen de los recursos económicos para contratar un profesional del Derecho.

No obstante, en la práctica judicial se ha evidenciado una situación que genera preocupación: la designación de defensores públicos incluso cuando el procesado ha acreditado formalmente un abogado de confianza en el expediente. Este fenómeno, que podría justificarse bajo criterios de celeridad procesal o ante la inasistencia puntual del defensor privado, plantea serios cuestionamientos constitucionales y procesales. ¿Está el defensor público llamado a fungir como comodín procesal o como suplente automático, incluso en presencia de una defensa privada activa?

El Código de Procedimiento Penal (Ley 906 de 2004) establece que la intervención del defensor es obligatoria en todas las etapas del proceso. Sin embargo, esta disposición debe interpretarse conforme al principio de prevalencia del abogado de confianza, cuya designación expresa por parte del procesado no puede ser desplazada sin una justificación estrictamente fundada. La Corte Constitucional, en sentencias C-025 de 2009 y C-591 de 2005, ha reiterado que la figura del defensor de confianza constituye una manifestación concreta del derecho a la autonomía personal y a la libre elección, pilares del debido proceso.

La designación automática de un defensor de oficio en presencia de uno de confianza puede generar consecuencias adversas:

• Afectación a la confianza legítima del procesado, quien ha construido junto a su abogado una estrategia jurídica coherente. La intervención de un defensor ajeno puede vulnerar la defensa técnica y material, desconociendo precedentes constitucionales e internacionales.

• Erosión del principio de lealtad procesal, al introducir un tercero cuya participación puede resultar inocua o, incluso, contradictoria con la línea de defensa previamente acordada.

• Desnaturalización de la figura del defensor público, cuya función constitucional se activa ante la ausencia de representación legal, no cuando está ya ha sido garantizada. Además, el defensor de oficio podría enfrentar responsabilidades disciplinarias por asumir una defensa sin fundamento legal.

Desde la jurisprudencia nacional, la Corte Suprema de Justicia ha advertido que la idoneidad profesional del defensor y su vínculo de confianza con el procesado son elementos esenciales para garantizar una defensa técnica eficaz (CSJ, Sala de Casación Penal, Rad. 26827, 2007). En el ámbito internacional, tanto el Comité de Derechos Humanos de la ONU como la Corte Interamericana de Derechos Humanos han sostenido que la defensa técnica debe ser real, efectiva y no meramente formal. En el caso Castillo Petruzzi vs. Perú (Corte IDH, 1999), se estableció que la presencia de un defensor sin capacidad de actuación efectiva constituye una forma de indefensión prohibida por el artículo 8º de la Convención Americana sobre Derechos Humanos.

Así mismo, el Comité de Derechos Humanos, en el caso Kelly vs. Jamaica (Comunicación 253/1987), determinó que la representación jurídica debe ser eficaz y que las autoridades tienen la obligación de garantizar que el defensor de oficio cumpla con los estándares mínimos de competencia y diligencia.

En este contexto, resulta imperativo revisar las prácticas judiciales que privilegian la formalidad sobre la sustancia del derecho. El juez que designa un defensor de oficio en presencia de un abogado de confianza acreditado no solo excede los límites de su facultad procesal, sino que podría incurrir en una vulneración directa del derecho fundamental a la defensa técnica.

El desafío consiste en reivindicar el rol central del abogado de confianza en el proceso penal. Su presencia no puede ser reducida a una formalidad sujeta a la discrecionalidad judicial, sino que debe entenderse como un componente esencial de la garantía de un juicio justo y del respeto a la dignidad del procesado.

En conclusión, la defensa de oficio cumple una función constitucional de gran valor, pero su aplicación debe ceñirse estrictamente a los supuestos previstos en la ley y la jurisprudencia. La coexistencia innecesaria de defensores no solo debilita la estrategia jurídica, sino que compromete la esencia misma del derecho de defensa. Reconocer esta tensión y corregirla es un imperativo para fortalecer la legitimidad del sistema penal colombiano.

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