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28 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 12 horas | ISSN: 2805-6396

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Justicia, democracia y República

21 de Febrero de 2024

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Gabriel Hernández Villarreal
Director de la Maestría en Derecho Procesal y Probatorio de la Universidad del Rosario

Cuando se habla de la crisis de la justicia o del fracaso de esta, de inmediato se piensa en que uno de los factores que atenta en contra de su correcto funcionamiento es la falta de un adecuado número de jueces.

Aunque esta apreciación es veraz, ese aspecto no es el único que incide en dicha problemática, pues desde el punto de vista dogmático también adquieren relevancia otros elementos. Algunos de ellos pasan desapercibidos para el grueso del conglomerado social y, pese a que no debería suceder de esa manera, sin advertir las funestas consecuencias de esa actitud, al final quedan reducidos a temas de discusión solo para los académicos y en general para los denominados operadores jurídicos.

Así, por ejemplo, se soslaya el hecho de que en un Estado democrático –que ha adoptado a la República como forma de gobierno–, su sistema de enjuiciamiento debe ser coherente con esa determinación del constituyente primario, y en consecuencia se torna ineludible respetarlo bajo las premisas de la autonomía e intercontrol que debe existir entre las distintas ramas del poder público.

Por ese motivo, resulta pertinente insistir en que la independencia de la administración de justicia, pese a ser un componente esencial del régimen democrático, individualmente considerada no funciona como tal. En otras palabras, sus decisiones no pueden ser el resultado de movilizaciones, encuestas o preferencias populares ni, desde luego, de presiones políticas o mediáticas.

La administración de justicia, y en concreto la que se dispensa mediante un proceso judicial de partes en el que se controviertan derechos susceptibles de plena disposición por los contendientes (con lo cual dejo a salvo, entre otras, a aquellas disputas que involucran los derechos de los niños, niñas y adolescentes), tiene que respetar a ultranza las garantías de los justiciables y, por tanto, ceñirse a las pruebas y a los precisos hechos alegados y demostrados en ese escenario.

Lo otro es abrirle la puerta al populismo judicial, desconocer la inviolabilidad de la defensa en juicio, entronizar aún más la mentalidad inquisitiva y, por supuesto, propiciar la venganza y el escarnio público.

Y es que dotar a las autoridades jurisdiccionales de un amplio cúmulo de poderes, en particular de un ilimitado recaudo, por sí mismas, de los medios de convicción y hacerlo con el argumento de que de ese modo se logrará la igualdad real de los contendientes, no solo es poner a los jueces a asumir políticas de vanguardia reservadas a otras ramas (lo que de inmediato desborda sus funciones en el marco de las causas que tienen que tramitar), sino que además implica fusionar en una misma persona las funciones de probar y de juzgar.

Ello desnaturaliza la razón de ser de un proceso, compromete la imparcialidad del juzgador y, por paradójico que parezca, eventualmente podría llegar a afectar la legitimidad del sistema de administración de justicia.

En efecto, y como ya se ha dicho por los estudiosos del derecho procesal que, situados desde la órbita del liberalismo prohíjan unas tesis distintas de las que imperan en Colombia, el acto de justicia –de acuerdo con el profesor argentino Gustavo Calvinho, uno de sus más destacados exponentes– es “acto segundo, porque acto primero es el derecho o título que adjudica a cada uno lo que le pertenece en el marco del derecho vigente”.

Según este autor, si subvertimos ese orden para imponer el criterio particular y subjetivo del juzgador, criterio que pretende justificarse en la búsqueda de la justicia social, entonces no se está haciendo justicia. Se está haciendo política.

Naturalmente, todos estos planteamientos obedecen a su vez al modelo de proceso judicial que adopte el ordenamiento jurídico. Si uno de estirpe liberal, centrado en la resolución de conflictos y en el que se destacan el rol protagónico de las partes y la autonomía individual; o, por el contrario, en uno fundado en la visión socializante que busca robustecer el poder del Estado (representado en la persona juzgadora) y utiliza el proceso como mecanismo para implementar políticas públicas que desbordan el ámbito de la controversia particular, y se extienden a la búsqueda del bienestar social, la mejora de la economía, la superación de las desigualdades materiales de los ciudadanos, etcétera.

El debate está abierto, y qué mejor oportunidad para continuarlo que la actual coyuntura nacional en la que se vuelve a plantear la reforma a la justicia.

En este contexto, la nueva Maestría en Derecho Procesal y Probatorio surge como una oportunidad única para explorar a fondo estas dinámicas legales. Su evento de lanzamiento proporciona una plataforma para conocer más sobre esta innovadora propuesta académica y conectar con expertos en el campo.

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