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Alfonso Reyes Echandía: la fuerza de la razón

05 de Noviembre de 2013

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Artículo publicado en la edición N° 189 de ÁMBITO JURÍDICO, que circuló del 7 al 20 de noviembre del 2005. 

 

“Así, con la intensidad de un poema recitado con el corazón queriendo desgarrar el alma, vivió y murió Alfonso Reyes Echandía, el humilde hijo del juez de rentas de Chaparral, que, a punta de esfuerzo, constancia y disciplina, llegó a presidir la Corte Suprema de Justicia”

 

Por Sergio Andrés Gómez Cepeda

 

“Quiero morir conforme lo he soñado; en medio del fragor de la pelea... Un cielo azul, esplendoroso arriba; al frente turba enconada, fiera; y caer con el cuerpo hecho una criba, envuelto en un jirón de mi bandera. Los clarines por místicas canciones; por templo el campo de batalla inmenso; por plegaria el rugir de los cañones y el humo del combate por incienso”.

 

Pocos años habían transcurrido desde que sus ojos se abrieron por primera vez, bajo el cielo de Chaparral (Tolima), el 14 de julio de 1932. Alfonso Reyes Echandía, apenas alistándose para la juventud, aclaró su garganta para declamar, como solo él sabía hacerlo, estos versos del poeta Enrique Villar.

 

La última estrofa, entonada como quien la vive palabra por palabra, hizo reventar en aplausos al auditorio chaparraluno, que escuchaba atento al aplicado alumno del Instituto Moderno: “Destrozar la frenética falange; ser a mis huestes como dura roca; y caer bajo el filo de un alfanje con el grito de ¡Patria! entre la boca”.

 

Así, con la intensidad de un poema recitado con el corazón queriendo desgarrar el alma, vivió y murió Reyes Echandía, el humilde hijo del juez de rentas de Chaparral, que, a punta de esfuerzo, constancia y disciplina, llegó a presidir la Corte Suprema de Justicia.

 

Rumbo a la cima

Nació en el hogar que Francisco Echandía formó con Carmen Reyes. El segundo hogar que levantó el juez de rentas. Primo del ex presidente Darío Echandía, Alfonso Reyes debió sufrir los rigores que la condición de “hijo natural” hacía pesar en aquella época.

 

Trabajó desde muy pequeño: como mensajero de un médico, como vendedor de tiquetes y despachador de carros de la Flota Chaparral y como ayudante de ebanistería. Aprovechaba las vacaciones para ganarse unos pesos y se dedicaba, juicioso, a repasar las lecciones aprendidas en la primaria del Instituto Moderno.

 

Fue alumno fundador del Colegio Nacional Manuel Murillo Toro, donde cursó parte del bachillerato. En sus aulas, se destacó como aplicado estudiante, buen deportista y excelente orador, cualidades que conservó por el resto de sus días.

 

En 1948, tras la muerte de Jorge Eliécer Gaitán, la violencia comenzó a dispersarse por el país e irrumpió con fuerza en el Tolima. La situación de orden público y el hecho de que el Murillo Toro solo ofrecía hasta cuarto de bachillerato hicieron que Reyes, a sus 16 años, tomara la decisión de empacar maletas, para empezar a caminar la senda que la vida le tenía preparada.

 

Los primeros pasos lo llevaron a Honda, donde continuó el bachillerato, en el Instituto General Santander. Estando allí, los estudiantes se declararon en huelga, para exigirle al Gobierno mejores condiciones en la educación. El movimiento estudiantil, del que hacía parte Reyes, logró convencer al rector para que apoyara la protesta, pero el Gobierno, como respuesta, destituyó al rector, expulsó a los alumnos y cerró el colegio.

 

Sin poder completar su formación media, viajó a Bogotá, donde se encontró con Alfonso Urbano, un antiguo profesor, que le consiguió trabajo en el magisterio, con la condición de que terminara el bachillerato. Aceptó el ofrecimiento y viajó a Anolaima  (Cundinamarca), para dar clases de literatura y gimnasia sueca, en el Colegio Carlos Giraldo.  Sus dotes académicas y deportivas le representaron la admiración del pueblo, en especial, de Sirenia Alvarado, la mujer de la que se enamoró.

 

Un nuevo trabajo como docente lo puso en la ruta que de Bogotá conduce a Santander. Aceptó el cargo de profesor de literatura en el Colegio San José de Guanentá, en San Gil, donde, además, comenzó a dirigir una revista escolar y a cursar su último año de bachillerato. Allí, hizo especial amistad con el alcalde militar del pueblo, Víctor Delgado Mallarino.

 

Una vez graduado del bachillerato, el propio profesor Urbano le consiguió otro trabajo como educador en Bogotá. Entró a estudiar Derecho en la Universidad Externado y empezó a destacarse, nuevamente, como alumno aventajado. Desde que recibió su primera calificación en la universidad, las notas del joven Reyes Echandía nunca bajaron de cinco.

 

El Externado lo becó por su inmejorable promedio y le ofreció, durante su primer año de estudios, un cuarto en la universidad como residencia. Sus días de universitario también fueron días de arduo trabajo, pues, además, se había casado con Sirenia Alvarado, la mujer de su vida, al  año siguiente de haber empezado el pregrado.

 

Las responsabilidades de su nueva vida multiplicaron su dedicación y su disciplina. Tres hijos llenaron de alegría su hogar, mientras su carrera comenzaba a tomar un encumbrado ascenso. Al terminar sus estudios de Derecho, en 1960, aplicó a una beca para especializarse en la, para entonces, cuna del Derecho Penal de vanguardia: Roma.

 

El Icetex le otorgó la beca Baldomero Sanín Cano, y Reyes tuvo que tomar la dura decisión de viajar a Italia, cuando su cuarto hijo, la única mujer, venía en camino.

 

Al regresar, en 1963, el Externado le ofreció trabajo como docente. Se vinculó a la universidad y nunca más se apartó de ella. Colaboró con la creación del Departamento de Derecho Penal y comenzó a dirigirlo. Decidió escribir sus conceptos sobre esta rama del Derecho y empezó a publicarlos.

 

Como no había medios de difusión en esta área, creó la Revista de Derecho Penal del Externado y, para mantener viva la investigación, armó un centro de investigación en Derecho Penal y Criminología. En medio de su trajín académico, el experto penalista Reyes Echandía comenzó a consolidar en Colombia la corriente de la Dogmática Jurídica, que se expandía por Europa.

 

El legado jurídico

Según los expertos, Reyes Echandía modernizó el Derecho Penal colombiano del siglo pasado. Con el Manual de Derecho Penal, su obra maestra, y el resto de sus monografías, diseñó un esquema que terminó plasmado en el Código Penal de 1980. Así, demostró que la creación de una teoría del delito era útil en la práctica.

 

El concepto de tipicidad, que para algunos teóricos era un embeleco, resultó ser la primera y más fuerte barrera de contención del Derecho Penal: una conducta que no esté clara y precisamente definida en la ley no puede ser imputable como delito. A ello se sumó el principio de antijuridicidad: un delito no puede existir, si no hay un ataque o una lesión al bien jurídico protegido.

 

Con su vertiente criminológica ocurrió algo similar. A pesar de la oposición de algunos sectores de la doctrina, impulsó la tesis según la cual, aun en estado de sitio, los civiles no pueden ser juzgados por tribunales militares.

 

Sus posiciones vanguardistas le dieron reconocimiento en Colombia y en el exterior. Sus teorías fueron apreciadas en toda América Latina y exaltadas en España, principalmente. No en vano, el penalista argentino Roberto Bergalli lo definió como un estudioso juicioso y serio del discurso jurídico.

 

Su trayectoria de méritos lo encumbró como experto tratadista y le dio el honor de ejercer los cargos de Magistrado del Tribunal Superior de Bogotá, Viceministro de Justicia y Magistrado de la Corte Suprema de Justicia, corporación de la que fue nombrado Presidente el 24 de enero de 1985.

 

La recta final

Cuando Reyes Echandía asumió la presidencia de la corte, el rugir de una nueva violencia comenzaba a hacerse sentir en el país. Los fusiles de la insurgencia permanecían en alto, mientras el poder del narcotráfico hacía retumbar el eco de sus primeras balas.

 

Colombia y EE UU  habían suscrito un tratado de extradición que, en medio de la furia de los narcos, fue demandado ante la Corte Suprema, pidiendo su declaratoria de inconstitucionalidad. Las presiones no tardaron en hacerse sentir. Algunos jueces cayeron asesinados, al tiempo que la mira de los enemigos de la paz le apuntaba a la cabeza de las instituciones.

 

Precisamente, en el entierro de una jueza abatida por la violencia, Reyes Echandía, con la voz firme que lo caracterizaba a la hora de hacer sentir su fe inquebrantable en la justicia, aseguró que, en un Estado de derecho, todo el poder de las armas debía estar al servicio del más humilde de los jueces, pues, solo de esa forma, la fuerza de la razón se podría oponer con ventaja a la razón de la fuerza.

 

La situación de orden público cobró la vida de funcionarios de la talla del entonces ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla. Sin embargo, en medio del conflicto, por primera vez un presidente de la corte se dio a la tarea de visitar los distritos judiciales, región por región, para tratar de cerca los asuntos de la administración de justicia.

 

Los miércoles, Reyes Echandía solía trabajar en la oficina que había armado en el patio de su casa. Pero el miércoles 6 de noviembre de 1985 tuvo que salir, muy temprano, a la inauguración de un congreso de informática jurídica.

 

Después de leer el discurso de apertura, se dirigió al Externado. Reyes se alistaba para un viaje a Europa en los días siguientes y quería encargarle a Jaime Bernal Cuéllar, consagrado discípulo suyo, los asuntos de la cátedra y de la corte.

 

Unas horas más tarde, caminó, junto con Bernal, hasta la esquina de la calle 12 con carrera 7ª. Se despidieron y Reyes siguió hasta el Palacio de Justicia, donde debía atender una cita, a las 11:00 a.m., con el mayor Naranjo, encargado de la seguridad de la edificación.

 

Revisaron el plan de seguridad, en una reunión que duró apenas unos minutos. Naranjo salió de la oficina y Reyes se alistó para ir a almorzar. Al llegar al ascensor del cuarto piso, se encontró con un colega que le pidió discutir un tema, Reyes aceptó y se devolvió a su despacho.

 

En ese instante, una camioneta que llevaba a un grupo de guerrilleros del M-19 entró al parqueadero del palacio. Los rebeldes comenzaron a disparar los primeros cartuchos del atentado más sangriento de la historia en contra de la justicia colombiana.

 

Hace 20 años, la vida del presidente de la Corte Suprema, Alfonso Reyes Echandía, quedó atrapada entre el fuego de fusiles, cañones y brasas que redujeron a cenizas el trabajo de los más eminentes juristas de la época. Pero su enérgico carácter, su pulso firme y su voz capaz de musitar, como la brisa, o de rugir, como las tempestades, tal como lo describió su colega Juan Fernández Carrasquilla, se mantuvieron en pie.

 

“Que cese el fuego en el Palacio de Justicia”, le reclamó al Gobierno, a través de una cadena radial que logró comunicarse con él, mientras miraba de frente a sus captores. Su voz no la atendió ni el propio Víctor Delgado Mallarino, su viejo amigo de San Gil y en ese entonces director de la Policía Nacional, que ordenó el operativo de recuperación del cuarto piso del palacio. La fuerza de la razón no pudo oponerse a la razón de la fuerza.

 

Mientras la bandera que juró defender en los versos de un poema cuando apenas era un niño permanecía erguida en la cima de la fachada del edificio, la vida de Reyes Echandía caía atravesada por una bala sin nombre que le robó el último suspiro. Murió como lo recitó aquella vez: en medio del fragor de la pelea, frente a una turba enconada, fiera… “por plegaria el rugir de los cañones y el humo del combate por incienso”.

 

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