13 de Diciembre de 2024 /
Actualizado hace 49 minutes | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Etcétera

Richard J. Bernstein

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Nicolás Parra Herrera
@nicolasparrah

 

Recuerdo que en la película alemana La vida de los otros hay un guiño, una ética si se quiere, sobre cómo homenajear a las personas virtuosas. No me refiero a los mesías, héroes nacionales, celebridades y bípedos implumes que tienen las candilejas encendidas en sus acciones y palabras. No. Me refiero a aquellas personas que andan en lo que andan silenciosamente, sin pedir reconocimiento alguno, pero que su vida cambia vidas, sus palabras tocan almas y, con suerte, sus actos resisten a la dominación para cambiar el curso de la historia así sea por un pelo.

 

Esta columna es, entonces, una candileja, una luz que focaliza fragmentos de la vida de una de esas personas virtuosas que se merecen una sonata. Son acreedores de unas líneas de recuerdo para que otros sepan cómo giraron la vida de otros. Debo aclarar que estas líneas tienen algo de soberbia, pues no conocí personalmente al filósofo pragmático-hermeneuta Richard J. Bernstein. Yo apenas leía sus libros, escuchaba sus conferencias y hablaba con sus discípulos y alumnos. A veces la soberbia es la pulsión de recordar a otros para quienes no existimos.

 

Bernstein murió el día que se celebra la independencia de su país con sus ideales liberales, democráticos y experimentales, tres ideas que orientaron buena parte de su filosofía. Bernstein era paradójicamente un romántico y un escéptico del liberalismo, de la democracia y de la experiencia. Pero sobre todo era un pragmático. En el que para mí es su mejor libro, The Pragmatic Turn (2010) –uno además dedicado a su gran amigo y contrincante (¿acaso hay una amistad más feliz que la empieza en lo común y deriva en la admiración por la divergencia ideológica?), el filósofo Richard Rorty–, Bernstein recordaba el tiempo en el que escribió su disertación sobre John Dewey en los años cincuenta. La filosofía pragmatista, que gravita alrededor de una noción de experiencia revitalizada, robusta y no reduccionista, estaba “pasada de moda”. Pocos filósofos tenían la valentía de escribir sobre John Dewey, Charles Peirce, William James, Jane Addams y George Mead.

 

Bernstein fue uno de los pocos responsables de que la filosofía pragmatista no se fosilizara. Sus libros ponían en escena un diálogo improbable para la segunda mitad del siglo XX: un diálogo entre la filosofía alemana, especialmente, la de Gadamer, Heidegger Arendt y la Escuela de Fráncfort con los filósofos estadounidenses del principio de siglo. Su motivación era acabar con los ismos en la filosofía y con ese tufo dogmático que ronda en algunas facultades de Filosofía. Pero, en particular, Bernstein nos recordó dos verdades olvidadas: que los filósofos son poetas y que los filósofos “son exploradores de caminos que resplandecen nuevos caminos en el bosque”.

 

Después de leer a Bernstein es imposible seguir pensando que ser pragmático es dedicarse a la práctica y desdeñar la teoría. Pragmático es aquel que analiza y vive la experiencia humana en todas sus dimensiones, es el que tiene la inhabilidad de ver el mundo en dualidades y, sobre todo, aquel que nunca está seguro de lo que cree, porque la experiencia le enseña a diario lo poco que sabe de lo que cree que sabe. Bernstein se convirtió en un pragmatista por John E. Smith, un profesor asistente en los años cincuenta en la Universidad de Yale. Desde ese momento, sus intereses, como las ondas producidas por una gota en un lago, se expandieron. Pese a buscar otras formas de pensar, Bernstein encontró las semejanzas temperamentales a los dos lados del Atlántico: descubrió que los filósofos alemanes hermeneutas y los pragmáticos afirmaban que uno no llega como una hoja en blanco a nuestro encuentro con otros y con el mundo, sino que iniciamos con prejuicios. Para Bernstein, la filosofía se parece a una conversación en una cena: voces entonando distintas frecuencias, conflictos, malcomprensiones, contradicciones van y vienen, pero de alguna forma ese caos es una conversación más iluminadora, vital y esperanzadora que un diálogo uniforme, sin ramificaciones y tangentes.

 

En un obituario leí una frase que aparentemente Bernstein repetía una y otra vez: “Es un día maravilloso para estar vivo”. En otro obituario vi frases sueltas que Bernstein posiblemente les dijo a sus estudiantes en una de sus clases: “la visión y la argumentación es lo que hace a un gran filósofo”. Creo que su vida está mejor retratada en sus escritos sobre sus influencias filosóficas. En su última columna en el New York Times, por ejemplo, dedicada a Hannah Arendt, escribió algo que bien puede ser dicho sobre su proyecto vital: “Arendt era sorprendentemente perceptiva sobre los problemas más profundos, las perplejidades y las tendencias peligrosas en la vida política moderna, muchos de los cuales aún existen hoy en día (…) nos advirtió de no ser seducidos por el nihilismo, el cinismo y la indiferencia”. Esto es Bernstein. Él se merece una sonata para las personas virtuosas y que sus escritos sean recuperados del olvido. Quizás así, por una vez, enfoquemos las candilejas donde merecen estar.

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