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26 de Abril de 2024 /
Actualizado hace 6 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Etcétera

Mirada Global

La “democracia” actual es oligárquica: hay que reconsiderar la ateniense

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Daniel Raisbeck

 

En su ensayo La libertad de los antiguos comparada con aquella de los modernos (1819), Benjamin Constant de Rebecque argumentó que, para los griegos del periodo clásico y los romanos de la era republicana, ser libre requería “una participación directa y activa en el ejercicio del poder colectivo”. 

 

Este tipo de libertad le exigía al ciudadano tomar parte en asambleas para discutir y decidir acerca de los asuntos públicos, incluyendo aquellos relacionados con la guerra y la paz. Involucraba también increpar a los magistrados, quienes debían rendir cuentas de su gestión directamente ante los ciudadanos. En la Atenas del siglo V a. C., cada ciudadano también estaba sujeto a tener que defenderse de cualquier acusación ante las cortes populares.

 

La mayor diferencia entre el concepto de libertad de la democracia ateniense y las versiones modernas era la noción de la elección a cargos públicos por sorteo. Para los atenienses, la elección directa de un individuo a un cargo era por naturaleza oligárquica, ya que beneficiaba de antemano a ciertos hombres, por ejemplo, a aristócratas con poder local y una clientela heredada. Por otro lado, el sorteo, por su naturaleza aleatoria, era a la vez naturalmente democrático, porque cualquier ciudadano podía resultar electo.

 

La libertad moderna, argumenta Constant, es del todo distinta. Mientras que el precio que pagaba el antiguo por su libertad y su relativo poder político era estar completamente sometido como individuo a las decisiones colectivas de la pólis, la libertad de los modernos tiende a defender la esfera privada, la opinión personal, las preferencias religiosas y la propiedad ante las decisiones arbitrarias de una mayoría.

 

A cambio de su libertad individual y el tiempo requerido para ejercerla, el moderno sacrifica buena parte del poder político que ejercía directamente el ciudadano antiguo al elegir representantes ante distintas instancias. También delega muchas de las funciones administrativas que ejercían personalmente los ciudadanos antiguos a los funcionarios de burocracias no electas.

 

Como declara Constant, “el ciudadano más desconocido de Esparta o de la República Romana tenía poder. Lo mismo no aplica al ciudadano del común de Gran Bretaña o Estados Unidos”.

 

Los fundadores de EE UU, de hecho, eran escépticos acerca de la democracia pura como la ateniense dada su proclividad al faccionalismo. Por ende, en El federalista (no. 10), James Madison propone como alternativa una república, la cual define como “un gobierno donde se lleva a cabo el esquema de la representación”, con un pequeño número de ciudadanos electos ejerciendo el poder. Por su parte, Constant resalta correctamente que el sistema representativo es un invento del todo moderno.

 

Más allá del problema de las facciones (afín a lo que hoy llaman “polarización”), la democracia pura en el estilo ateniense enfrentaba obstáculos logísticos y geográficos en la era moderna. Tanto Madison en El federalista como Rousseau en El contrato social afirman que una democracia pura solo es posible en un Estado pequeño donde todos los ciudadanos se pueden reunir con facilidad para deliberar acerca de los asuntos públicos. En la era digital, sin embargo, han desaparecido en gran medida los obstáculos físicos que hacían que, en términos prácticos, una democracia pura fuera impensable hace unos siglos.

 

Hoy la democracia directa es factible por primera vez desde que la monarquía macedonia aplastó a la Atenas de Demóstenes. Han surgido plataformas, por ejemplo, que le permiten a un parlamentario determinar cada uno de sus votos según las preferencias de una mayoría de sus usuarios. El corolario es que la justificación logística del sistema de representación que hoy practicamos en parlamentos, congresos y senados es tecnológicamente obsoleta.

 

El único soporte teórico que mantiene el sistema de representación es el de la supuesta sabiduría de un pequeño número de representantes electos como alternativa superior a la peligrosa inconstancia de una multitud con poder decisivo. No obstante, es evidente que, en los sistemas electorales contemporáneos y en especial aquellos que dominan estructuras rentistas/clientelistas, la elección a cargos representativos depende de habilidades que raramente se les asignan a los sabios.

 

Invocando el espíritu de la democracia ateniense, William F. Buckley famosamente declaró que prefería ser gobernado por los primeros dos mil nombres del directorio telefónico de Boston que por los dos mil miembros de la Facultad de la Universidad de Harvard. Teniendo en cuenta las posibilidades digitales de hoy, puede ser enriquecedor considerar seriamente su propuesta.

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