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29 de Marzo de 2024 /
Actualizado hace 1 día | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Etcétera

Derecho Internacional

El primer martes de noviembre

47522

Hernán Correa Cardozo

Abogado constitucionalista y miembro del Comité Asesor de ICON-S Colombia

hl.correa2006@uniandes.edu.co

 

El primer martes de noviembre llega cubierto por la bruma de una pandemia que no acaba de diagnosticarse y la esperanza de retornar a la vida social y económica perdida. Las elecciones presidenciales en EE UU no son únicamente un problema doméstico de esa nación. Marcan la dirección del péndulo político que define las tendencias globales en el Derecho y en la política internacional. Esta columna explica algunas claves sobre la mecánica constitucional detrás de esa elección.

 

Las elecciones de cargos uninominales suelen vincularse a la regla de mayoría, por lo cual gana quien obtiene la mayor cantidad de votos. Varios sistemas, entre ellos Colombia luego de 1991, introducen fórmulas de segunda vuelta en la búsqueda de mayor representación política del elegido. Al margen del sistema escogido, todos se basan en la votación directa de los ciudadanos.

 

La lógica en el caso estadounidense es diferente: cada estado nombra un número de electores equivalente al total de sus senadores y representantes en el Congreso federal. Los electores, que integran el Colegio Electoral (C. E.) previsto en la sección 1 del artículo II de la Constitución, votan tanto para Presidente como Vicepresidente y los candidatos que obtengan la mayoría absoluta serán elegidos. Esta norma fue modificada por la vigésima enmienda de 1804, ante la paradoja de la escogencia de Presidente y Vicepresidente de diferentes partidos, lo cual ocurrió en 1796 con John Adams y Thomas Jefferson.

 

Cada estado tiene los electores que le garantizan su representación fija en el Congreso, más un número adicional que depende de su población. Actualmente, el C. E. lo integran 538 electores, por lo que el “número mágico” es 270. La elección resulta emocionante: es una batalla entre los candidatos para conquistar estados y, con ello, sus votos electorales. Su singularidad, no obstante, oculta profundos debates democráticos.

 

La composición del C. E. depende de las curules de cada estado en el Congreso, por lo que es afectada por las reglas que explican esa representación. El diseño original del legislativo estadounidense se debatió sobre la cuestión de cómo contabilizar los votantes de los estados del sur, poblados mayoritariamente por esclavos. Esto llevó a arreglos institucionales que, a pesar de perder por completo su explicación inicial, permanecen vigentes y ocasionan la sobrerrepresentación de algunos estados y, así, a mayor incidencia en el C. E.

 

El contraste partidista es profundo EE UU. Hay estados marcadamente republicanos y otros en donde la mayoría demócrata es estable y, por lo general, ubicados en las costas. Esto hace que el debate electoral se concentre en los pocos estados indecisos (swing states) y en perjuicio de la dinámica democrática en los demás estados. Las fructíferas discusiones que pueden tener lugar en California, quinta economía del mundo, o en el estado de Nueva York, para muchos uno de los polos de Occidente, no logran mayor interés nacional, porque son bastiones muy predecibles del Partido Demócrata.

 

Esto no solo se refleja en el periodo electoral, pues autores como Kriner y Reeves demuestran[1] que el Presidente que busca reelegirse privilegia el gasto fiscal en los estados en donde requiere consolidar mayorías, lo que reduce correlativamente la inversión federal en los estados considerados afines o irremediablemente perdidos. Esto también refleja el blindaje que el C. E. confiere al sistema bipartidista, pues es políticamente imposible que un partido alternativo logre la mayoría absoluta requerida para acceder al Poder Ejecutivo.

 

La sobrerrepresentación mencionada hace que los estados del centro y del sur –con más población rural, menos diversos y moralmente más tradicionales– tengan un peso relativo mayor en el C. E. Sin duda, esto favorece los intereses del Partido Republicano, pero el aspecto que más preocupa es la ausencia de conexión necesaria entre la mayoría nacional del voto popular y los votos en el C. E. Su fórmula de composición permite que, aunque un candidato logre más votos a nivel nacional, no alcance la mayoría absoluta en el C. E. Esto ha sucedido recientemente y en perjuicio de Al Gore, en el 2000, y de Hillary Clinton, en el 2016, ambos candidatos demócratas y derrotados respectivamente por George W. Bush y por el actual presidente Trump.

 

La elección de los integrantes del C. E. es un asunto diferido a las legislaturas de los estados. Existe un común acuerdo, solo exceptuado por los estados de Maine y Nebraska[2], sobre la adscripción de todos los votos electorales a quien obtenga la mayoría del voto popular en el respectivo estado. Sin embargo, las reglas electorales específicas son definidas por cada estado, lo que incluso ha llevado a vulnerar la cláusula de igualdad en el procedimiento de conteo de los votos. Así lo concluyó la Corte Suprema en el célebre caso Bush v. Gore.

 

Al margen de estas controversias y de los sucesivos intentos de reforma, el funcionamiento del C. E. se mantiene inalterado desde inicios del siglo XIX. La altísima complejidad del proceso de enmienda constitucional en EE UU, sumada a los innegables réditos políticos que la actual estructura electoral confiere a determinados sectores, auguran la supervivencia del C. E. como anacrónico sistema para definir quién será el próximo Presidente. No es un asunto menor: las decisiones de esa sola persona afectan virtualmente a toda la humanidad, así que el primer martes de noviembre es decisivo en múltiples sentidos.

 

[1] Kriner, D. & Reeves, A. (2014). The electoral college and presidential particularism. Boston University Law Review, 94(3), 741-766.

[2] Berger, M.W. & Hyman, Z.P. (2019). The electoral college: Appendicitis of American democracy. Nova Law Review, 43(2), 111-150.

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