12 de Diciembre de 2024 /
Actualizado hace 4 minutes | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Etcétera

Curiosidades y…

Pecados y debilidades (II)

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Antonio Vélez

 

El balance entre las acciones buenas y malas nos permite calificar la moralidad de un sujeto. Y la selección sexual nos permite explicar de manera natural la aparición de la bondad, la simpatía, la honestidad, la fidelidad sexual, el ser buen padre, la caridad, la magnanimidad, la responsabilidad y el altruismo desinteresado, pues son virtudes que adornan y, por tanto, en ciertas circunstancias se traducen en beneficios para el individuo. En otros, el comportamiento virtuoso busca un interés, pero en el más allá: ganar puntos para el Cielo. Y hay santos auténticos, no por los milagros que supuestamente realizan, sino por sus vidas ejemplares. Pero como son bichos raros, verdaderas excepciones, no sirven para juzgar al promedio de la raza humana.

 

Jean-Jacques Rousseau, en Emilio o De la educación, afirma sin contemplaciones: “Dios hace todas las cosas buenas: el hombre interfiere con ellas y las vuelve malas”. Los calvinistas se van al extremo opuesto: la naturaleza humana es radicalmente corrupta, y no hay redención para ninguno hasta matar la naturaleza humana junto con él. Y un pensador intermedio añadía: “Reconozcamos que la naturaleza humana está compuesta de demonios y de ángeles, y debemos estar preparados para mantener esos demonios a raya (si es necesario, en la cárcel)”. Ángel sin alas y demonio sin cuernos, un animal social con doble identidad, cuyo desarrollo moral debe tanto a su constitución biológica, como a su cultura.

 

En el ser humano lo bueno y lo malo son hermanos siameses. Por eso tenemos que aceptar este axioma: la evolución produce todas las virtudes y pecados que resulten rentables para el individuo. Como escribió A. Solzhenitsyn en el Archipiélago Gulag, “La línea que divide el bien del mal pasa a través del corazón de todos los seres humanos”. Digámoslo con toda franqueza, no estamos diseñados para seguir el camino pedregoso de la santidad. Estamos diseñados, sí, para no importarnos demasiado la felicidad de los otros, excepto en aquellos casos en que, durante el pasado evolutivo, beneficiaron nuestros genes. Michel de Montaigne decía, con la sinceridad que siempre lo acompañó, que “poseía todos los vicios, y que si alguna virtud se descubría en él, con seguridad se le había introducido furtivamente”. Poco creía en la parte angelical del hombre: “No existe un solo hombre que no haya merecido la horca unas cinco o seis veces”, agregó. De acuerdo, Michel.

 

¿Son útiles a la sociedad los pecados descritos? Como la Luna, tienen una cara iluminada y otra oscura. Sin envidia y sin vanidad no se darían los estímulos personales para superarnos. Sin la vergüenza, el bochorno y la sensibilidad a la burla no podríamos frenar el comportamiento indelicado, descarado, cínico e inmoral. Sin la ira no tendríamos el impulso para castigar a los tramposos y criminales. Sin la venganza, poderoso homeostático social, los abusos de los poderosos serían aún peores. La vanidad, la debilidad por la alabanza y el deseo de fama y prestigio han servido para ascender en la escala jerárquica y, de carambola, para promover las acciones heroicas.

 

La lujuria nos impulsó a producir más descendientes, y la pereza nos invitó a economizar energía, cuando esta era crítica, pues no existían las máquinas diligentes y laboriosas, ni los animales domésticos que trabajan como esclavos para nosotros. Sin la gula, capacidad para comer mucho más de lo que necesitamos, nuestros antepasados no hubiesen sobrevivido a los periodos de escasez prolongada que padecieron en muchísimos momentos del pasado. Sin el miedo y la cobardía, y como les ocurre con frecuencia a los héroes, terminaríamos pronto el paso por este mundo, y pocos serían nuestros descendientes. El descaro y el cinismo son sancionados por medio de la burla.

 

En resumen, para sobrevivir en el duro mundo que les tocó a nuestros antepasados fueron necesarios algunos pecados capitales y, quizás, algunos de ellos todavía continúen siendo necesarios. Tal vez un hombre perfecto, dentro de los ideales éticos civilizados, sea un hombre para el Cielo y no para esta Tierra.

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